Porque cuando se vive en la exclusión, en una cueva en Cieza, en un piso ocupado en Los Rosales, en una sucursal bancaria por las noches, en una vieja caravana en El Campico, se tiene un calendario propio.
(artículo publicado originalmente en La Verdad 07/8/18)
«La situación económica en los hogares murcianos sigue siendo, pese a la recuperación macroeconómica, frágil y vulnerable. Cuatro de cada diez familias no pueden aún salir de vacaciones fuera de casa ni una semana al año…»
La Verdad (22/06/18)
Estaba a punto de cumplir los veintiséis años. No sabía con exactitud su edad ni su fecha de cumpleaños. Tenía dos hijos y esperaba el tercero. Se había quitado de la droga a pulso por decisión propia y se mantenía limpia desde hacía meses. De vez en cuando, se fumaba un cigarro pero se mareaba. Compartía casa con su madre. Tenía un juicio pendiente por trapicheo. D., el marido, estaba en la cárcel por eso mismo. Etcétera.
Cuando se dibuja el perfil de una persona que vive en la exclusión, se van reuniendo elementos de aquí y de allá, se conforma algo así como un collage de características de la exclusión recogidas en los correspondientes manuales. Pero cada collage es un mundo. Y como todo mundo «humano», no puede limitarse en un libro y mucho menos en un artículo. Pero M. no sabía si en enero hacía frío o calor. Porque cuando se vive en la exclusión, en una cueva en Cieza, en un piso ocupado en Los Rosales, en una sucursal bancaria por las noches, en una vieja caravana en El Campico, se tiene un calendario propio. Amorfo, pesado, triste. Un calendario en el que la separación entre días se borra a fuerza de carencias y de agujeros en el estómago; las semanas se solapan confundidas por la urgencia de conseguir un nuevo par de zapatos para la chiquilla porque esos que tiene ya no puede estar más rotos; los meses se amontonan, pegajosos, porque la pobreza es la misma en enero, en julio y en diciembre; las estaciones se conocen por lo que provocan: si te mueres de calor, es verano; si te mueres de frío, es invierno.
Pareciera que esta sociedad fuera poco más que la acumulación de universos paralelos. En uno, los días pasan como si tuvieran que atravesar un mar de cemento a punto de fraguar, con el difícil afán de conseguir que llegue mañana. En otro, hacemos planes para irnos de viaje en vacaciones o preparamos nuestra segunda residencia para pasar en ella un mes de descanso y, por qué no, cierto despilfarro. Universos paralelos o un juego de construcción infantiles. Grandes piezas de colores, sólidas, que pueden ponerse una encima de otra, en el orden que se quiera, hacerlas chocar, ordenarlas al azar, que, dará igual, se mantendrán cada cual intacta. La movilidad social que dio origen a la época moderna se limita a pequeñas muecas en las piezas, un poco de pintura verde del cilindro en la pieza roja con forma de puente.
Todo esto no han sido más que rodeos para acabar diciendo lo siguiente: las vacaciones no son un lujo, un «bonus track» que viene de regalo después de once meses de trabajo asalariado (porque hay muchos trabajos, el de cuidados, por ejemplo, que no saben lo que es un salario o un descanso), un capricho opcional. Interrumpir la rutina de todo el año, poder cambiar el entorno por unos días, permitirte caprichos, aunque sean de poca monta, olvidar los problemas… Aquello que cada cual espera de las vacaciones no es sino un derecho, conquistado, que todas las personas deberían disfrutar.
Mientras las televisiones se llenan de anuncios de gente feliz en la playa, mientras millones de coches colapsan las carreteras, mientras en la arena no cabe una sombrilla más o mientras liberas estrés con algún deporte de riesgo en un paraje sin igual, M., que ha aprendido muchas cosas en los últimos años, bajará las persianas de casa, que ha conseguido tener después de años peleando por ella, se dará aire con un abanico casero, contendrá a los hijos junto a ella hasta que baje el sol y sabrá que es verano por el calor infernal. Nada más.