Ilustración de Laia Domènech
Este es el noveno cuento de la serie “Mari contra la pobreza” y el tercero que se publica coincidiendo con el 8M. Mari vive en un barrio murciano, trabaja de camarera, tiene dos hijos (Jaime y Jorge) y un dinosaurio. El dinosaurio, que podría ser el mismo que sale en el cuento de Augusto Monterroso, representa la fuerza interior de Mari, la fuente de energía que le permite enfrentarse a todos los problemas cotidianos que provoca vivir en situación de pobreza. Mari comparte el protagonismo de estas historias con sus amigas Tamara y Henriette. Ellas representan a todas aquellas mujeres que pelean a diario contra la pobreza y queremos que sea el reconocimiento de EAPN-RM a su valor y esfuerzo. En este cuento en especial, ese reconocimiento se extiende a todas aquellas mujeres que han peleado por sus derechos en las últimas décadas y siglos.
¡Viva el 8M!
No era la primera vez que Mari veía a la oruga que acompaña a su madre a todas partes. Pero sí parecía que fuera la primera vez que la veía el dinosaurio. Lo vio abrir los ojos de asombro y quedarse inmóvil, preparado para lo que pudiera pasar. El dinosaurio estaba siempre dispuesto a jugar y dio algunos saltos alrededor de la oruga. Ella, por su parte, resopló con desgana y miró hacia otro lado, ignorando al lagarto. Lo peor es tener que entretenerlos, le había escuchado decir a su madre alrededor de un millón de veces. Su madre, que es como si fuera a todas partes buscando algún peso nuevo que echarse a las espaldas, se siente responsable del aburrimiento de cualquiera que esté a su lado y considera que debe hacer todo lo que esté en su mano para acabar con él (con el aburrimiento). Todavía la descubría de vez en cuando tirada por los suelos mientras entretenía a Jorge. ¿Pero, mamá, qué haces?, le preguntaba alarmada.
-Es que Jorge se aburría y nos hemos puesto a jugar a las peleas.
El dinosaurio hizo algún que otro intento más por jugar con la oruga pero esta se negó a hacerle caso. Resignado, se fue a un rincón del salón a ver cómo toda la gente allí reunida hacía pancartas para el 8M.
Antonia, la madre de Mari, había perdido la cuenta de las manifestaciones a las que había acudido en su vida y de las causas por las que había peleado. Cuéntanos lo de la vietnamita, le dijo Tamara mientras ataba un trozo de cartón al palo de una escoba. Antonia les contó, una vez más, que, antes, en los años finales de la dictadura, se usaba una máquina a la que llamaban vietnamita para hacer copias de los panfletos y de las hojas volantes. Copias que se tenían que hacer una a una en el armatoste que escondían en los salones parroquiales del barrio.
-Y, como estaba prohibido manifestarse o concentrarse, aprovechábamos cuando los semáforos se ponían en rojo para juntarnos allí un buen puñado de gente y repartir los panfletos. Luego, nos tocaba salir corriendo cada dos por tres porque venía la policía -Antonia se rió, como siempre hacía, cuando llegó a esta parte de las carretas y los porrazos.- Con la pereza que me da a mí correr y las carreras que me ha tocado darme.
Mari se había pasado buena parte de su infancia quejándose de las manifestaciones. Por qué tenemos que ir, le preguntaba a su madre, si no sirven para nada.
-Si no vamos, seguro que no sirven.
Pues que vayan otros, replicaba Mari. Y entonces, Antonia le explicaba la regla de oro.
-Cuando hagas, o no, algo, piensa qué pasaría si todo el mundo actuara como tú. ¿Cómo sería el mundo si nadie se manifestara por las injusticias? ¿Cómo sería el mundo si todas nos manifestáramos contras la injusticias?
Resignada, Mari se ponía la pegatina que tocara en ese momento y salía a la calle detrás de su madre. Pero es que solo veo culos, murmuraba como queja final antes de entrar a la manifestación.
Sus mismas quejas fueron luego las de Jaime y Jorge. Y encima, nos encontramos con un montón de gente que no conocemos de nada y nos dicen que si estamos muy mayores y que si hemos crecido mucho, protestaban sus hijos. Sin embargo, ese año, Jaime había dicho que quería estar en la manifestación del 8M.
Su profesora de Historia les había estado hablando del origen del 8M. Les explicó la importancia que en las reivindicaciones laborales de ese día tuvo lo que sucedió en la fábrica Triangle Shirtwaist de Nueva York, cuando 123 trabajadoras y 23 trabajadores, la mayoría inmigrantes, murieron en un incendio por no poder salir del edificio. Una de las puertas de evacuación había sido cerrada por los dueños de la fábrica para que las trabajadoras no pudieran salir a tomarse un descanso. Según la leyenda, les dijo la profesora, las telas en las que estaban trabajando eran de color morado. Pero, la fecha tuvo más que ver con la huelga que un 8 de marzo de 1917 convocaron las trabajadoras textiles de Petrogrado. Protestaban por las consecuencias de la entrada de Rusia en la I Guerra Mundial, el racionamiento, las jornadas maratonianas y la imposibilidad de cuidar de sus hijos. El levantamiento de las mujeres rusas provocó la abdicación del zar. Pues, fíjate, le dijo Mari a su hijo, que yo pensaba que el 8M conmemoraba lo del incendio.
Jaime le contó a su madre que, durante todo el tiempo que la profesora les explicaba la historia del 8M, él pensaba en su abuela. Por todas las manifestaciones en las que había estado, por la historia de la vietnamita y las carreras y por la fábrica de ropa en la que había trabajado. Y que por eso quería ir ese año al 8M. Jaime no iba a ir con ellas a la manifestación. Habían quedado en ir con un grupo de su clase pero les ayudaba con las pancartas que hacían todos los años.
Tamara ha estado varios años llevando una pancarta en la que se podía leer eso de que “la talla 38 me aprieta el coño” pero había pensado que ya tocaba innovar. Innovar pero no del todo porque quería una consigna que incluyera la palabra coño. Y ahí las tenía a todas, buscando rimas con esa palabra sin que ninguno de los versos que le proponían le acabara de convencer. Ni Henriette, que era una maga de las palabras, era capaz de dar con una nueva consigna.
De repente, y sin que nadie se lo esperara, Antonia empezó a cantar. Así estuvo un buen rato hasta que se percató de lo que estaba haciendo y de que todas la estaban mirando.
-Ay, dijo, son las viejas costumbres. Es que como estamos haciendo cosas a la vez, me ha parecido que volvía a la fábrica. En el taller, siempre nos cantábamos para estar entretenidas. Había una chica que cantaba muy bien. La llamábamos la canaria pero ni era de las islas ni nada. Ni siquiera había salido de Murcia una sola vez. Es que era como un canario que canta cuando está enjaulada. Ella solo contaba en la fábrica. Fuera, nunca nadie la escuchó cantar. Y cantaba mejor que ninguna. Lo que pasaba es que la pobre se ponía a cantar y se le iba el santo al cielo. Y, claro, como nos pagaban a destajo pues había días que casi no cobraba nada. ¿Y tú ganabas mucho?, le preguntó Jorge a su abuela.
-No te creas. Allí nadie ganaba mucho. Yo no era de las que menos cobraba pero me costaba mucho seguir el ritmo. Si es que a veces creo que voy con una oruga a todas partes, saltando de cansancio en cansancio.
Jorge miró a su abuela como si acabara de decir la mayor de las barbaridades. Pero si tú siempre estás haciendo cosas, abuela, le replicó.
-Porque no tengo más remedio, Jorge, pero me da mucha pereza.
Mari dejó en la mesa los rotuladores morados con los que estaba coloreando unas letras y se acercó a la cocina a poner un poco de café. Cuando llegó, casi se cayó al suelo del pasmo. La cocina, que hubiera jurado estaba manga por hombro cuando había llegado del turno del bar, estaba ahora limpia y reluciente. Se giró buscando al dinosaurio por si él tenía alguna explicación. A mí no me mires, le dijo el lagarto, esto ha sido cosa de la oruga.
