Lo que sigue es un texto que surge de recoger lo más relevante de todo lo que se dijo a lo largo de los seminarios que se titularon “LA LOMLOE EN CONTEXTO: EDUCACIÓN Y LUCHA CONTRA LA POBREZA, LA DESIGUALDAD Y LA EXCLUSIÓN” y que EAPN Región de Murcia organizó a lo largo de los meses de febrero y marzo de 2021. El documento que aquí presentamos ha sido realizado por Juan Manuel Escudero, catedrático de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Murcia.
Las opiniones que aparecen en este documento son de exclusiva responsabilidad de las personas que así las expresaron a lo largo de los seminarios en los que intervinieron y y no necesariamente representan la opinión de EAPN-RM.
ÍNDICE
Introducción
Entre mediados del mes de febrero y la primera semana de marzo del 2021 y promovidos por EAPN Región de Murcia, se desarrollaron tres seminarios bajo el título general “La LOMLOE en contexto: educación y lucha contra la pobreza, la desigualdad y la exclusión”.
Los objetivos perseguidos con la actividad fueron tres. Primero, llevar a cabo un diagnóstico y análisis de nuestra educación y los retos más importantes que le atañen. Segundo, interpelar a las reformas educativas precedentes llevadas a cabo en nuestro contexto, desde la LOGSE a la LOMCE, valorando el grado en que se hicieron eco, propusieron y lograron avances notables en materia de lucha contra la desigualdad y la exclusión educativa y llegaron a alcanzarse logros destacables en materia de inclusión y garantía del derecho esencial a la educación. Tercero, interpelar asimismo a la más reciente y actual reforma, la LOMLOE, planteando interrogantes sobre el grado en que ha tomado (o no) en consideración los retos pendientes que se refieren concretamente a realidades de pobreza, desigualdad y exclusión educativa; y si se han afrontado estas realidades con perspectivas de justicia e igualdad equitativa.
En el desarrollo de los seminarios, se hizo referencia a lo que está representando y provocando transversalmente la actual pandemia que, además de sus efectos inquietantes en materia de salud, también porta consigo otros de un calado más amplio y profundo en términos educativos, sociales, económicos, políticos y, en relación directa con los temas que nos ocuparon en los seminario, pobreza, desigualdad, exclusión e inclusión socioeducativa.
Las sesiones se grabaron y están disponibles en la página web EAPN-RM (ver AQUÍ) , por lo que este texto ofrece solo una síntesis de los análisis y propuestas planteadas en las sesiones, así como también algunos desafíos más destacables que tenemos por delante y se hacen constar en las conclusiones finales de la actividad realizada.
Los seminarios contaron con la participaron de nueve ponentes pertenecientes a diferentes contextos profesionales y educativos, desde la enseñanza secundaria y primaria a organizaciones del tercer sector y la universidad.
Además de constituir un derecho esencial de pleno sentido y con su propio valor intrínseco, la educación representa un derecho que hace otros derechos, siendo clave así su valor extrínseco.
Es necesaria una estrategia combinada de lo social y lo educativo, pues ya que la pobreza y desigualdades tienen raíces múltiples, es necesaria la confluencia de múltiples fuerzas y estrategias para alterar el orden vigente que la sostiene y provoca.
Educación inclusiva quiere decir amueblar debidamente la conciencia de las personas, y hacerlo confiriendo importancia tanto a la cabeza como al corazón, tanto a lo cognitivo como a lo emocional y lo social.
En el primer seminario, celebrado el día 18 de marzo, se abordó la temática que figura en el epígrafe precedente, interviniendo como ponentes Emilio Martínez, Nuria Manzano y Miguel Gambín. Repasaron una serie de cuestiones relacionadas con el contexto de fondo representado por la pobreza, desigualdad, la lucha contra las mismas y, a su vez, la apuesta por la inclusión socioeducativa.
Emilio Martínez Navarro, catedrático de filosofía moral y política de la Universidad de Murcia, comenzó su intervención aludiendo a la pandemia. La situación de la pandemia está representando una seria amenaza a la vida de las personas, las relaciones sociales y el sostenimiento del trabajo y la economía de países, pueblos, colectivos y sujetos. Ha agudizado todavía más las brechas de pobreza y desigualdad preexistentes. Una vez más, las peores secuelas sanitarias, socioeconómicas, educativas y hasta psicológicas las han experimentado aquellas personas y colectivos cuyas condiciones de vida y oportunidades corrientes y futuras son más adversas [1].
Las realidades actuales, y los problemas que están provocando, justifican sobradamente la razón de ser de la actividad planteada. Es una buena ocasión para seguir reflexionando y afirmando la primacía de los derechos humanos, cívicos, sociales, económicos y políticos. La educación es uno de ellos.
Es un derecho no solo fundamental sino también trascendente. Además de constituir un derecho esencial de pleno sentido y con su propio valor intrínseco, la educación representa un derecho que hace otros derechos, siendo clave así su valor extrínseco. La educación es decisiva en la creación de aquellas capacidades, conocimientos y referentes éticos que son necesarios para que las personas se orienten y desarrollen adecuadamente en el mundo, consigo mismas y con los demás. La educación empodera y crea una ciudadanía que, pertrechada de derechos y deberes, es fundamental para que los sujetos puedan llevar una vida digna, desenvolviéndose honestamente en las diversas esferas de la vida personal, social, política en las que están llamados a participar y en el medio ambiente por el que velar y proteger.
Llamó asimismo la atención sobre cómo y por qué la ideología neoliberal, surgida en el último cuarto de siglo pasado, ha socavado el lenguaje, los discursos y las políticas del Estado del Bienestar vertebrado en torno al conjunto de derechos citados hace un instante. Al erigir tal ideología la noción de libertad individual como principio rector de la vida personal y social, al apelar machaconamente a un Estado de mínimos confinado a la mera función de árbitro regulador de la oferta-demanda y propagar por doquier una cosmovisión y políticas radicalmente mercantilistas, tal ideología ha contribuido a debilitar severamente lo social y los vínculos comunitarios. Ha socavado peligrosamente lo público y la vida en común. Ha puesto en cuestión las garantías debidas de los derechos humanos y extendido una lógica perversa de costes y beneficios crematísticos hasta mermar y mercantilizar los bienes comunes y esenciales (salud, educación, bienestar material, vivienda, seguridad, etc.). El panorama que se ha ido conformando, por más que persistan zonas y actores que resisten a su invasión, evidencia cómo la lógica fría del mercado no solo rige el mundo de la economía y los negocios, sino también aquellos otros espacios y dominios donde se juegan y dilucidan los derechos humanos a los que nos estamos refiriendo. Hasta tales niveles es capaz de alcanzar el dominio neoliberal, que no solo afecta a las cosas que hacemos y a nuestros modos de vivir, sino también a aquellos de nuestros recodos más sutiles donde pensamos, sentimos, soñamos y definimos de unas u otras formas nuestras aspiraciones.
Tomando precisamente en consideración tal telón de fondo, puso en relieve la importancia de la educación, justamente por su contribución a crear personas conscientes, capaces y críticas, empoderadas para desenvolverse dignamente en la vida y hacerlo con ética y moralidad. Y advirtió de que la pandemia que estamos sufriendo, vista desde una cierta óptica, cabe entenderla como un exponente y una alerta contra el neoliberalismo.
De todo lo anterior, deberíamos sacar la lección de fortalecer más y mejor los servicios públicos. Solo por una razón social y solidaria, que es precisamente la antítesis a la lógica mercantil y depredadora de tal ideología, seremos capaces de afrontar colectiva y comunitariamente los problemas actuales que nos aquejan y otros venideros que, no sería de extrañar, vayan a afectar posiblemente al planeta y a la humanidad con el tiempo. En ese concierto, el papel de los Estados será fundamental e irremplazable, así como el fortalecimiento de los vínculos sociales y comunitarios. También lo será el ejercicio de una ciudadanía cuyos sujetos ejerzan plenos derechos y asuman los deberes que les tocan para la buena vida en común.
Por su parte, Nuria Manzano Soto, profesora titular de la UNED y especializada en educación, puso el foco sobre una serie de datos y realidades que, en las últimas décadas, han venido afectando no solo a la educación sino también a la sociedad y, en particular, a los sujetos y colectivos más desheredados. Detalló cifras relativas a pobreza y desigualdad [2].
La pobreza y las desigualdades torpedean las oportunidades de las personas, familias y colectivos. La pobreza supone un ciclo fatal que merma seriamente las posibilidades liberadoras de la educación, siendo ésta incapaz por sí sola de alterar la reproducción y transmisión intergeneracional de desigualdades injustas que nos aquejan. No cabe duda de que la educación es necesaria para combatir la desigualdad y la exclusión, pero no es desde luego suficiente. Es debida e inexcusable la implicación de múltiples agentes estructurales, sociopolíticos e institucionales provocadores de injusticias y, por lo tanto, responsables insoslayables de corregirlas. Es necesaria una estrategia combinada de lo social y lo educativo, pues ya que la pobreza y desigualdades tienen raíces múltiples, es necesaria la confluencia de múltiples fuerzas y estrategias para alterar el orden vigente que la sostiene y provoca.
El hecho de que en las últimas décadas se haya estancado, e incluso retrocedido, el llamado ascensor social ligado a la educación es una muestra de lo que se está comentando. Hasta el extremo de que las previsiones actuales indican que las nuevas generaciones, en lugar de alcanzar generalizadamente mejores posiciones (laborales, sociales y económicas) que sus padres y madres, van a descender hacia otras bastante más escasas y menos ventajosas.
El estado actual del sistema educativo es más bien débil, distante de lo que debería ser bajo los auspicios de lo que antes se ha dicho respecto a la garantía de la educación como un derecho humano esencial. Así lo muestran los datos conocidos sobre las tasas de escolarización entre cero y tres años, el abandono educativo temprano, el fracaso escolar en la educación obligatoria, la brecha digital, la inversión en educación, que es realmente baja en comparación con otros países del entorno, o los índices tan inquietantes de la segregación escolar corriente.
La respuesta a todo ello ha de pasar por un sistema educativo más y más inclusivo, mucho más articulado en torno al firme compromiso de garantizar efectivamente el derecho a la educación a toda nuestra niñez y juventud sin exclusión de ningún tipo. Para lo cual, hay que decirlo de nuevo, no solo la escolarización y la educación inclusiva son una condición sine qua non, sino que también ha de serlo el sistema social y educativo conjuntamente.
La tercera intervención corrió a cargo de Miguel Gambín, profesor de Educación Primaria y Bachillerato, quien formuló un canto esperanzado por la educación como un resorte liberador de y para las personas y los pueblos. La educación representa una oportunidad para el aprendizaje de los aspectos más genuinamente humanos y sociales como es el respeto cálido. Un respeto que trascienda la tolerancia y que resulta esencial para contravenir un mundo tan polarizado como el que se está construyendo. La educación explica y desarrolla derechos, convirtiéndose así en una herramienta poderosa de libertad: es el resorte por excelencia para el “no avasallamiento”.
Abundando en algo ya planteado antes, señaló que para una educación realmente inclusiva se requiere un Estado fuerte, que es justamente lo contrario del Estado de mínimos postulado por el neoliberalismo. Educación inclusiva quiere decir amueblar debidamente la conciencia de las personas, y hacerlo confiriendo importancia tanto a la cabeza como al corazón, tanto a lo cognitivo como a lo emocional y lo social.
[1] Sobre esto, se pueden ver los resultados de la investigación “Impacto de la covid-19 en familias con menores en la Región de Murcia”.
[2] Para conocer los datos más recientes sobre pobreza y exclusión en la Región de Murcia, se puede ver el informe “El estado de la pobreza” elaborado por EAPN-ES.
[3] Para conocer datos sobre el panorama educativo, se puede leer el informe “Panorama de la educación. Indicadores de la OCDE 2020”.
El abordaje de la pobreza, la desigualdad y la exclusión en las reformas educativas precedentes: logros, fracasos y cuestiones pendientes.
Se aplica al alumnado con dificultades escolares la misma idea que a las personas en situaciones adversas: si alguien está en pobreza, se ha quedado sin trabajo, no tiene vivienda o no rinde académicamente como se espera, no es sino porque ha hecho méritos suficientes para merecer tal condición.
Al entender la educación como un bien común, son del todo necesarias y exigibles aquellas políticas públicas que lo hagan posible, y los compromisos compartidos que combatan efectivamente las exclusiones y la segregación, apostando firmemente por una inclusión educativa justa y equitativa.
Por si fuera poco, a las personas con desventaja social, cultural y económica no solo se les certifican más fracasos escolares, sino que, al mismo tiempo, se les atribuye, casi en exclusiva, la responsabilidad más importante de los fracasos que padecen.
Este segundo seminario tuvo lugar el día 25 de febrero e intervinieron como ponentes Antonio Bolívar, Purificación Laquet y Rodrigo García.
La primera intervención fue la de Antonio Bolívar Botía, catedrático de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Granada. La segunda fue la de Purificación Llaquet, subdirectora de Cooperación Territorial e Innovación Educativa del Ministerio de Educación y Formación Profesional. Plantearon sendas aproximaciones y balances sobre lo que han dado o no de sí las reformas educativas precedentes a la actual.
Algunas de ellas fueron de corte socialdemócrata (LOGSE, 1990; LOPEGCE, 1994; LOE, 2006) y otras conservadoras (LOCE, 2002; LOMCE, 2013). En las intervenciones hechas se fue poniendo el acento en algunas características de las mismas y determinados análisis y valoraciones.
Fue la LOGSE (1990) la que abrió, hace ya más de treinta años, la etapa reformista tras la transición democrática. Básicamente supuso el primer hito destacable en lo que respecta a democratización de la educación y el sistema educativo. Se tradujo en:
- La LOGSE se basaba en ideas que entendían la educación como un derecho universal. Así, la educación debía ser gratuita y no discriminatoria. Se apostaba por la democracia educativa y el reconocimiento y atención a la diversidad del alumnado fueran cuales fuesen sus diferencias psicológicas, familiares y sociales.
- La LOGSE supuso una fuerte reestructuración de la educación que, con ligerísimos retoques, persiste todavía.
- Reconocimiento y la consagración de la educación infantil con pleno derecho. Se distinguieron dos etapas: entre 0-3 y entre 3-5 años.
- La ampliación de la escolarización obligatoria hasta los 16 años, con la posibilidad de dos más en caso necesario. Este tramo se dividió en dos etapas además de la Infantil: Educación Primaria (6-12 años) y Educación Secundaria Obligatoria (12-16).
- Una importante remodelación del currículo escolar tomando en consideración la evolución y el desarrollo del conocimiento científico y las diferentes áreas del saber y la experiencia, su necesaria re-contextualización escolar. Y, asimismo, la adecuación de la formación a criterios relativos a la madurez y el desarrollo del alumnado, la diversidad de intereses y capacidades, así como la normalización e integración escolar de quienes tienen características y necesidades especiales de apoyo. También se tuvo en cuenta la construcción de aprendizajes relevantes y significativos y un enfoque consecuente de la enseñanza que los favorezca potenciando la implicación activa de los sujetos, el desarrollo de capacidades superiores, la autonomía y el aprender a aprender de por vida. Igualmente se puso el acento en el carácter formativo de la evaluación (y no solo en su función de calificación y acreditación), en la orientación personal y vocacional de cada estudiante, en el establecimiento de programas y medidas para atender a la diversidad (concretamente la ESO contó con programas de garantía social, PGS, más tarde PCPI, de diversificación curricular, PDC, de compensación educativa, aulas taller, etc).
- Se definieron los centros escolares como espacios relevantes de formación participados por toda la comunidad educativa poniendo en marcha los Consejos Escolares de Centro (integrados por equipos directivos, docentes, estudiantes, familias, municipios). Los centros se dotaron, con carácter formal y práctico, de autonomía organizativa y pedagógica, traducida en documentos institucionales como PEC, PCC, PGA y, al menos por principio, convertida en una oportunidad de conectar la educación con el contexto y la vida de las personas a quienes en última instancia va dirigida. Notable fue también la elección democrática de las direcciones de centro, el reconocimiento y la potenciación de asociaciones de familias (APA primero, AMPA después), la apertura de los centros al municipio de pertenencia y al entorno donde están situados.
- Articulación complementaria de un enfoque de gestión y gobierno del sistema en el que la centralización de competencias localizadas en el gobierno central se conjuga con la descentralización de las correspondientes competencias a los contextos territoriales, autonómicos y sociales donde ocurre la educación (CCAA y centros). De este modo, dado un currículo común abierto y flexible, a cada unidad autonómica e institucional de participación y desarrollo educativo se le reconoce la capacidad de determinar un porcentaje notable de contenidos propios y acordes con la singularidad histórica y social del mapa autonómico consagrado por la Constitución de 1978 y, a fin de cuentas, la movilización justificada y responsable de las decisiones, actuaciones, condiciones y procesos a través de los cuales a la educación llega a los pueblos y a la ciudadanía.
En esencia, esos grandes ejes reformistas se han mantenido, tamizado y desarrollado con otros nuevos y actualizados en las reformas socialdemócratas citadas. Así ocurrió en un primer momento con el retoque de la LOGSE que supuso, en 1994, la famosa LOPGCE. En esta, apareció de forma explícita la gran palabra “calidad”, haciendo un guiño a dinámicas en fase de expansión más allá de nuestras fronteras en las cuales, al lado de la educación comprensiva y universal, se estaba reclamando la urgencia de atender a la calidad y eficacia de la educación. En la ley a la que nos referimos, eso se tradujo, en efecto, en una apelación a que, una vez extendida la democratización formal del sistema, era preciso poner el acento en la calidad (resultados debidos de los aprendizajes), así como también en la evaluación del sistema, los centros y otros ámbitos. Se puso sobre el tapete que la dirección escolar de los centros, además del carácter formal de su elección democrática por parte de la comunidad educativa, había de comportar y garantizar una cierta profesionalización y ejercicio consecuente de la función de cara a promover dinámicas de innovación y mejora sistemática y permanente de las instituciones escolares y la educación.
Tras la primera reforma conservadora del PP (la LOCE de 2002), llegó la LOE en 2006. La LOE fue aprobada una vez volvió al gobierno el PSOE (2004). Esta nueva ley supuso, de una parte, el propósito de persistir en la filosofía de la LOGSE antes descrita y, de otra, incorporar algunas de las más recientes iniciativas europeas y mundiales que estaban teniendo lugar en los sistemas escolares.
Merece, en ese sentido, una mención propia la entrada en escena de las “competencias básicas”. En ellas, se depositaron altas expectativas: podrían, se suponía, activar una renovación del currículo y los procesos de enseñanza-aprendizaje, toda vez que concentraran el foco en el cultivo y desarrollo de capacidades cognitivas de orden superior (comprensión, pensamiento, indagación, capacidades críticas, temas transversales, aprender a aprender, autonomía del alumnado implicado en la construcción y mantenimiento de compromisos con el aprendizaje profundo y duradero, etc.,), así como también en el desarrollo emocional y social del alumnado.
El énfasis en los procesos de autoevaluación por parte de los centros, la realización de pruebas diagnósticas por parte de las CCAA, la redefinición de la dirección escolar sin dejar de ser democrática y decidida dentro de los centros, o ciertos retoques en los programas antes citados de atención a la diversidad con carácter extraordinario, fueron otros retoques con los cuales, al tiempo que sosteniendo las ideas y principios rectores de la LOGSE (1990), se quiso aprender algunas lecciones convenientes y tomar en consideración nuevas realidades y retos sociales y educativos.
Por su parte, las dos reformas promovidas y aprobadas bajo gobiernos presididos por el PP fueron, como se ha dicho, la LOCE (2002) y, tras las dos legislaturas socialistas intermedias, la LOMCE (2013). La primera, que puso en el centro de su propia identificación el término calidad, significó de alguna manera un ciertos “ajuste de cuentas” con una ley socialista que, con el paso del tiempo y el desgaste político y social del PSOE, hacía aguas por múltiples frentes según la lectura e interpretación de la derecha social y política.
Algunos puntos destacables de fricción fueron la apuesta conservadora por valores de eficacia y eficiencia frente a la insistencia socialista en igualdad y democracia; el énfasis en la calidad como resultados exigentes y marcas de distinción del mérito individual (combatiendo efectivamente que el sistema educativo sea un “coladero” que da títulos a quienes no los merecen) como antídoto en contra del “buenismo” pedagógico, la universalidad y el derecho universal a la educación debida.
La LOCE estableció un nuevo estigma, el de objetores escolares, que ha de aplicarse al alumnado que “no puede o que puede pero no quiere estudiar” y cuyo tratamiento dentro del sistema escolar había de ser convenientemente revisado. A fin de cuentas, viene a decirse desde planteamientos conservadores, selectivos y discriminativos, como los recursos son escasos, quienes no aprenden e impidan que aprenda el resto, han de ser, como poco, derivados, incluso prematuramente, hacia itinerarios especiales, fuera del currículo y aula ordinaria. Estos itinerarios no tendrían salidas ni reconocimientos escolares y sociales para quienes los consiguieran acabar.
Posiblemente, uno de los efectos más perversos de las interpretaciones conservadoras del fracaso escolar radica en que dejan de lado las evidencias científicas disponibles respecto a la construcción social del éxito escolar. En su lugar, enarbolan el dogma de que si alguien fracasa en la escuela es porque esa alumna o alumno, de forma individual, como sujeto y agente de su destino, es responsable en exclusiva de lo que le ocurre. Lo que dicha lectura supone, tal como tantas veces se ha denunciado, aunque sin efectos, no es otra cosa que la atribución unilateral de culpa y responsabilidad en exclusiva a las víctimas: un virus ideológico muy propio de la ideología neoliberal. Se aplica al alumnado con dificultades escolares la misma idea que a las personas en situaciones adversas: si alguien está en pobreza, se ha quedado sin trabajo, no tiene vivienda o no rinde académicamente como se espera, no es sino porque ha hecho méritos suficientes para merecer tal condición.
En la LOCE podía apreciarse, asimismo, un nuevo espíritu y clima educativo a favor de recuperar y restaurar las disciplinas escolares tradicionales y también la disciplina escolar (como otras veces, la derecha procuró sacar provecho y expandir ciertas alarmas debidas a problemas de convivencia en los centros). Con ello, no solo se abogó por un currículo y un enfoque de la enseñanza-aprendizaje mirando hacia el pasado.
En consonancia con lo dicho, se apostó por un sistema escolar en el que, manteniendo que todo el alumnado en la escolaridad obligatoria tiene derecho a aprender en los centros y permanecer en ellos hasta la edad correspondiente, se establecían distintos itinerarios, diferenciando a quienes iban bien de quienes no eran capaces de seguir el ritmo ni los contenidos y aprendizajes ordinarios. Itinerarios, no ya solo en los últimos cursos de la ESO, sino incluso desde los primeros de la etapa (lo que llevó, en ocasiones, a crear en los centros un embudo en el que un porcentaje del alumnado estaba quedando atascado, fue estigmatizado con diferentes y crecientes tipologías de “objetores escolares” y derivado a un sinfín de programas y medidas “especiales”, muchas de ellas abierta o sutilmente segregadoras).
Además de esas cuestiones curriculares, pedagógicas y a las referidas a la valoración y el tratamiento del alumnado diverso y con más dificultades, la LOCE revisó la organización de los centros. Se fortaleció el papel de la dirección y, consecuentemente, se produjo una pérdida de peso e influencia de la comunidad educativa, en especial el de las familias. Esto se acentuó más con la LOMCE (2013). La LOMCE hizo que la elección de directores supusiera una mayor influencia por parte de la administración educativa y abrió la posibilidad de que ciertos docentes, no necesariamente del centro en cuestión, pudieran presentarse al cargo desde fuera. El Consejo Escolar de Centro, por citar otra cuestión, perdió capacidades previamente establecidas y reconocidas de aprobar el Proyecto Educativo de Centro, quedando relegado su papel al de “ser informado” de ello, fortaleciendo de ese modo el rol y el ejercicio de la dirección de cada centro y, consiguientemente, mermando el papel de la comunidad educativa.
En las dos leyes conservadoras, con un énfasis más explícito todavía en la segunda (la LOMCE), se comprometieron visiones todavía más tradicionales de la enseñanza-aprendizaje, más intervencionistas y centralizadoras por parte del gobierno en materia de gobernanza. En la reforma de 2013, se llevaron los planteamientos más tradicionales hasta extremos tales, que incluso se estableció una diferenciación entre las asignaturas y materias del currículo desconocida hasta la fecha (materias obligatorias, de libre configuración, propias de centro y de CCAA). Una forma de emular, curiosamente, más la estructura y la lógica disciplinar universitaria que tomar en consideración las tradiciones históricas que habían marcado hasta la fecha que la lógica disciplinar que puede tener razones poderosas a su favor en la enseñanza universitaria, deja de tenerlas cuando es trasladada incoherentemente hacia otras etapas de la formación como las que nos ocupan.
Se puso asimismo un énfasis desconocido en la evaluación. Se restauraron las reválidas, que en nuestro sistema habían desaparecido hacía años. Tal vez con aparentes propósitos modernizadores, se envolvieron las evaluaciones con jergas tomadas a destiempo del clima internacional donde se habían enfatizado desmedidamente estándares, rúbricas, resultados de aprendizajes y múltiples distingos entre competencias básicas, objetivos educativos y otras denominaciones que, al menos durante algún tiempo, trajeron de cabeza a más de un centro y un sinfín de docentes.
Además de otras consideraciones más detenidas y ampliadas, ese ligero repaso por el reformismo educativo español –en tres décadas han transitado por el sistema hasta ocho reformas orgánicas, cosa inaudita – permite decir que la “guerra escolar”, que viene de mucho más atrás en el tiempo, ha seguido con plena fiebre y fulgor tras la transición democrática.
En el fondo, por lo que respecta a la educación y a sus correspondientes reformas, vienen de lejos y persisten al día de hoy (sean unos u otros los matices diferenciales entre ahora y hace algunas décadas) dos grandes modelos rivales cuyas ideologías y discursos sociales y educativos pugnan entre sí al definir y gobernar la escolarización y la educación por medio de grandes y pequeñas decisiones, políticas y prácticas.
Uno de ellos, de carácter progresista, se vertebra en torno al reconocimiento honesto del derecho esencial a la educación de todas las personas, la escolarización universal y compensadora de diferencias de origen, de clase, étnicas, ligadas a la condición de inmigrante o a la de hombre/mujer. Sostiene asimismo la creencia de que todas las personas pueden aprender los conocimientos, capacidades y actitudes que son necesarias para que puedan desenvolverse en la vida con dignidad. Por lo tanto, la garantía efectiva del derecho a la educación no es una opción entre otras, sino un imperativo moral. No es algo reservado a las élites sino un bien común, correspondiendo a los poderes públicos, las instituciones y la sociedad la responsabilidad de disponer las condiciones, los recursos y apoyos que sean necesarios para que nadie quede excluido, privado o marginado de aquel.
En términos más concretos, dicho modelo apuesta por una visión del currículo (aquellos propósitos y cultura que vale la pena seleccionar, organizar y redistribuir escolarmente) y de los procesos de enseñanza, aprendizaje y evaluación que son necesarios y que han de activarse para crear una ciudadanía plena culta, capacitada, cívica y éticamente responsable. Pone expresamente en valor el significado y el papel del sistema educativo, las instituciones que lo conforman y los profesionales llamados a laborar y arrimar el hombro a la realización efectiva de un proyecto formativo tan ambicioso y relevante como el enunciado. Se asume igualmente que los diferentes agentes involucrados y todo el entramado institucional y organizativo implicado en la redistribución justa y equitativa de la educación han de ser y estar debidamente bien preparados y comprometidos con la excelsa tarea y cometidos que socialmente les son asignados y delegados. Son importantes los recursos necesarios con los que han de contar, relevantes los criterios y principios que definen su gobierno y formas de actuación, su apertura a la comunidad y la participación de la misma en la gestión y desarrollo educativo democrático, así como el establecimiento de las relaciones pertinentes con los poderes públicos y las administraciones. En definitiva, esa participación e implicación comunitaria y social se justifica porque la educación es uno de los pilares clave no solo para cada persona, sino para toda la comunidad y la sociedad en su conjunto.
Al entender la educación como un bien común, son del todo necesarias y exigibles aquellas políticas públicas que lo hagan posible, y los compromisos compartidos que combatan efectivamente las exclusiones y la segregación, apostando firmemente por una inclusión educativa justa y equitativa. Un modelo, en suma, que trata equilibradamente libertad e igualdad, Se valora la educación y precisamente por ello se procura su redistribución justa, calidad (una buena educación como bien común) y equidad, combatiendo expresamente cualquier ideología que lleve por esos derroteros donde la formación se define como un mérito solo al alcance de los más favorecidos y capaces.
El otro de ellos, de carácter conservador, también defiende el derecho de todas las personas a la educación, pero más porque ello ha devenido un objeto de afirmación políticamente correcto que porque, en realidad, honestamente lo crea y asuma. De hecho, forma parte del credo más tradicional y conservador en materia educativa la idea y convicción de que “no todas las personas valen para estudiar”. Y, dejando por sentado que los recursos son escasos, frecuentemente se aduce desde dicho modelo que no vale la pena gastar dinero en quienes no lo merecen. El discurso educativo y reformista conservador suele insistir en grandes epitafios como: “a quien no quiere o no puede aprender no se le puede enseñar”; “hay chicos/as a quienes no les gusta aprender y por más que se haga no se logrará que lo hagan”; “hay quienes son capaces pero no les da la gana aprender y no vale la pena gastar con ellos demasiadas energías”; “en realidad, donde se juega la educación de los niños y jóvenes es en las familias”, y una larga y bien conocida retahíla de “desesperanzas” educativas y sociales, de afanes por estigmatizar, a veces hasta tempranamente, a ciertos sujetos y colectivos.
De acuerdo con este modelo, la carga de la prueba se pone siempre en el individuo y, así, la cuestión de la educación es algo reservado, en última instancia, al mérito o demérito de cada cual. Según la ideología del mérito, que es la que está en la base de todo el edificio conservador, lo que cabe hacer, como mucho, es que toda la gente entre en el sistema (al menos durante algún tiempo), pero, a la hora de la verdad, tampoco vale la pena persistir en el empeño de la igualdad, pues cada cual es diferente y, asimismo, cada cual, una vez que se la ha dejado entrar, ha de hacerse responsable de lo que haga y lo que alcance: al fracaso es de quien, teniendo oportunidades, no las aprovecha.
De ahí la importancia atribuida a la “cultura del esfuerzo” aplicada a los sujetos, al alumnado en el caso que nos ocupa. Cultura del esfuerzo que crea méritos y, de acuerdo con ellos, sus presencias o ausencias, acceso y disfrute de bienes (escolarización, aprendizaje, certificados) o, sencillamente, privación de ellos (fracaso, expulsión, segregación…). Con el añadido de que la motivación y razón de ello no es otra que: “te lo has buscado, te lo mereces”. Una cultura del esfuerzo –sea dicho de paso– que no se extiende a otros actores de la película (por ejemplo, centros, docente u otros agentes en el cumplimiento de sus tareas y responsabilidades de que toda la gente salga adelante y salga bien, o esfuerzo por parte de las administraciones y los poderes públicos para que nadie se quede atrás).
De ahí que pueda decirse que el modelo conservador tiene un halo indudable de elitismo, de darwinismo social y educativo, de esa cultura según la cual “ tanto puedes, tanto vales”. De admoniciones como: “no se puede caer en género alguno de “buenismo” ni, tampoco, en ingenuidades estériles. Curiosamente, al mismo tiempo que este modelo se obsesiona en derivar hacia bajo las responsabilidades, hacia los sujetos individuales, como únicos responsables de lo que les pasa, suele hacer dejaciones hacia arriba: su querencia y adoración es manifiesta por la ordenación jerárquica, por el ordeno y mando desde arriba o desde el centro, por la recentralización en las formas de gobernar y dirigir la educación en particular (eso sí, cuando la derecha está en el gobierno, ya que a fin de cuentas nunca deja de estar en las zonas de mayores poderes e influencias).
En torno a tales supuestos vertebrales se justifican reformas de corte conservador proyectando visiones sutil o explícitamente selectivas sobre el tipo de objetivos y aprendizajes escolares que han de perseguirse; sobre los contenidos, preferentemente disciplinares y estancos que procede seleccionar y organizar. El modelo reformista conservador no excluye metodologías innovadoras y cultivadoras del mantra de las competencias, hoy muy de moda. Pero ello sin poner en cuestión las directrices de la eficacia y eficiencia ni, desde luego, el culto al valor y el principio del mérito personal como distribuidor de bienes y resultados. La competencia y competitividad representan valores clave y principios operativos de redistribución de formación y resultados escolares, de credenciales con las cuales participar, primero, en el orden escolar y, luego, en el mundo social, laboral, económico. Ajenos son, por el contrario, los valores y principios de la justicia auténtica, de la igualdad equitativa, de la consideración positiva hacia la diversidad del alumnado, de los proyectos y actuaciones encaminadas a alterar, en el seno de los centros y las aulas, la función reproductora de clase y cultura que siguen cumpliendo todavía, en pleno siglo XXI, los sistemas escolares; y con ello, no pocas de las reformas que se diseñan, se aplican y cambian para dejar sin alterar lo sustancial una y otra vez. Bajo tales auspicios las reformas conservadoras diseñan el currículo, la enseñanza, la profesión docente y la gestión de los centros, la centralización de decisiones y el poder al mismo tiempo que convenientemente, en aras de formas de gestión que llegan a ser privatizadoras, se extienden por todo el sistema ideas, políticas y prácticas teñidas de lógicas corporativas y hasta mercantiles, también en materia de escolarización y educación.
Esa doble caracterización de la educación y de los modelos de reforma descritos es a todas luces esquemática. Tendencialmente, sin embargo, sus manifestaciones han podido apreciarse con unos u otros matices en las reformas llevadas a cabo en las últimas décadas, desde luego en las citadas previamente en el contexto español, y previsiblemente seguirán representando el telón de fondo sobre otras venideras llegarán a dibujarse.
Conviene advertir, con todo, que una cosa es lo que significan, cómo surgen, se desarrollan y qué dan o no de sí las leyes educativas y otra, que no es precisamente automática, lo que, a la postre, aportan o no. Todas las reformas, sean cuales fueren sus orientaciones, contenidos, propósitos y estrategias, se dejan muchos “pelos en la gatera”: ni las reformas de vocación más progresista suelen abocar a todas las promesas declaradas ni, tampoco, las más regresivas llevan al pasado más arcaico a un sistema, como el educativo, que tan expuesto está a cambios oficiales y decretados como a otros cambios emergentes, sociales, políticos, culturales y vitales, imposibles de cifrar y congelar en normativas. Según los planteamientos de la izquierda, ni siquiera las reformas progresistas han hecho avanzar el sistema hacia la igualdad, la justicia y la equidad prometidas; según los conservadores, incluso las reformas de la derecha se habrían quedado cortas en la tarea “necesaria” de separar el trigo de la paja. Este tipo de análisis y juicios estuvieron de algún modo presentes en las intervenciones de los tres ponentes invitados.
Se advirtió, en primer lugar, que la tensión entre comprensividad (reconocimiento del derecho de todos a la educación) y calidad (consideración del mérito personal como un criterio relevante) ha marcado la historia reformista española entre 1990 – 2019; y seguramente lo va a seguir haciendo en el futuro próximo. Es complicado responder tajantemente a si las reformas precedentes han tomado expresamente en consideración los retos de la pobreza, desigualdad, exclusión e inclusión, y respondido consecuentemente a los mismos. Conviene advertir, con todo, que estas grandes cuestiones socioeconómicas y humanas no solo se juegan y dilucidan en educación sino, en gran medida, en otros ámbitos, poderes y decisiones que se toman por parte de las fuerzas sociales, económicas y políticas más influyentes dentro y más allá de los países.
Dicho eso, lo que parece relativamente claro es que el reformismo educativo nacional se ha parecido más a un campo de tiros cruzados o, si se prefiere por hablar en términos menos bélicos, a una especie de “baile yenka”, con dos pasos adelante y uno para atrás: se ha abusado sobremanera de un afán legislativo, reglamentista y regulador de centros, docentes y otros actores escolares. Pero no por ello los cambios han ocurrido y aquellos que realmente se han llevado a cabo, no necesariamente ni siempre han ocurrido para mejor. De hecho, cabe sostener que el currículo escolar, los procesos de enseñanza-aprendizaje, el profesorado y el gobierno de los centros no han cambiado significativamente en las tres últimas décadas: lo que realmente importa en educación no se cambia con el Boletín oficial y, quizás todavía menos, en tiempos de crisis económicas o sanitarias como los que estamos sufriendo. Los cambios oficiales corren grandes riesgos de no ir más allá de meras retóricas de las que frecuentemente quedan atrapados.
Más en concreto, las respuestas a la pobreza por parte de las leyes educativas han sido más bien escasas. Además, han sido preferentemente escolares y, así, limitadas en su cobertura y sus efectos porque la escuela no puede por sí misma cambiar realidades sociales, económicas y políticas, que son más amplias y complejas, dependientes por lo tanto de múltiples agentes, poderes y dinámicas.
Las reformas del siglo actual citadas previamente han representado, como se decía antes, batallas y confrontaciones que, además de manifestarse en otras esferas sociales y políticas, se han librado también, a modo de espejo, en la educación. No ha sido raro que, con frecuencia, haya sido “mayor el ruido que las nueces”. La LOCE (2002), por ejemplo, supuso legislativamente una interrupción y ruptura por parte de la derecha respecto a lla hegemonía reformista socialista, pero dio de sí poco más que polvaredas y cambios de escasa incidencia, por más que simbólicamente tuvieran su propia entidad y recorrido. Muchos de los aspectos legislados no llegaron ni siquiera a aplicarse. Cuando todavía estaba pendiente de implementación, fue derogada por la LOE (2006), que aspiró a ser la “reforma definitiva” (se estuvo a punto de lograr durante su vigencia un pacto escolar, entre PSOE y PP, abortado a última hora por la derecha) y, como fue bien conocido, al cabo de algo más de un lustro otra reforma, la LOMCE, 2013 – posiblemente la reforma más abiertamente conservadora y neoliberal que hemos tenido – se encargó de derogar aquella.
A escala internacional se tenía cada vez más claro que la mejora de la educación no depende tanto de fuertes controles y directrices externas como, más bien, de la creación, el sustento y el desarrollo de capacidades y compromisos institucionales y profesionales. Mientras, en nuestro caso, se siguió apostando, erre que erre, por una fiebre sin fin de cambiar las cosas a base de decretos. En esa línea se situó la pretensión de potenciar evaluaciones externas del sistema, los centros y docentes, el afán de buscar la calidad a costa de dejar de lado a los sujetos con más dificultades, precisamente unos años en los cuales tanto la derecha como la izquierda presumían de estar comprometidas con la educación inclusiva. Un compromiso más pegado a las jergas y retóricas que a las ideas honestas, políticas coherentes y logros efectivamente justos y equitativos: ahí siguen estando las grandes fracturas de la desigualdad y la exclusión educativa.
No se han tocado cuestiones clave relativas a la gobernanza del sistema, sea la que atañe a la educación y su devenir por dentro de los centros escolares y las aulas, sea la que también discurre y se teje entre redes locales, municipios, tercer sector y centros como tales. En la medida en que este gobierno de la educación al que se alude no se afronta como es menester, seguramente los asuntos de fondo más complejos, como la pobreza, la desigualdad y la exclusión, seguirán desbordando al sistema educativo, a los centros y docentes y, una y otra vez posiblemente, seguirán desatendidos en las reformas educativas que de cuando en cuando se disputan, legislan y, a su manera, se aplican.
En la segunda aportación de esa tarde, Purificación Laquet sostuvo que las respuestas por parte de las reformas al desafío de la pobreza han sido, dicho llanamente, más retóricas que efectivas. En esencia, porque los cambios oficiales decretados no han llegado a poner en cuestión el “orden educativo dominante”, esto es, el currículo escolar y los procesos de enseñanza-aprendizaje, el papel tan determinante de los libros de texto y las editoriales (verdaderas agentes de cambio, curiosamente). En todos esos elementos y decisiones sobre los mismos, el mundo de la pobreza y sus implicaciones están prácticamente ausentes y, con ello, puede decirse que desde la escuela se contribuye a crear una realidad ajena a aquella en la que viven y se desenvuelven, sobre todo, las familias y el alumnado más desfavorecido. Por si fuera poco, a las personas con desventaja social, cultural y económica no solo se les certifican más fracasos escolares, sino que, al mismo tiempo, se les atribuye, casi en exclusiva, la responsabilidad más importante de los fracasos que padecen.
No han faltado en estos años discursos que han tratado de ir más allá de la teoría del déficit personal (del alumnado), lo que se ha hecho en gran medida desde la perspectiva de la inclusión. Pero, como expresamente señaló Laquet, ello ha discurrido más por el plano de la teoría y menos, de hecho, por el de la práctica, por la diversidad de contextos y sujetos involucrados y afectados por las exclusiones que ocurren y las inclusiones que se omiten.
En estas últimas décadas, se han activado temas tan importantes como el de la participación y, al respecto, el sistema educativo ha ganado formalmente en democracia. Con el paso de los años, no obstante, ha ido ganando terreno y seguidores una mentalidad y prácticas gerenciales, disolventes, por lo tanto, de la más auténtica participación. Ha habido y sigue habiendo políticas de compensación (precisamente con la intención de responder a orígenes y condiciones de vida desfavorable del alumnado), pero, en no pocas ocasiones, ha sido más el pretexto para crear aulas especiales y formas de inclusión incompleta dentro de los centros, en lugar de transformar a fondo el sistema, los centros y las aulas. Ello nos da pie a sostener que o las reformas (cuando son buenas y plantean propósitos justos, equitativos y democráticos) entran y sostienen un diálogo con centros, docentes y otros agentes, como los del tercer sector, o no llegarán muy lejos. Y, de no ser así, las mismas reformas correrán serios riesgos de perder vínculos con los grandes ideales sociales de los que debieran ser portadoras.
La tercera aportación fue responsabilidad de Rodrigo García, director del blog de El País “Escuelas en red”. Descendiendo a aspectos más concretos, subrayó la idea de que la calidad educativa y la equidad han de ir de la mano, y buscarse complementariamente una y otra. Aunque a la hora de los hechos y teniendo en cuenta las cifras disponibles, sigue siendo cierto (con y a pesar de las reformas habidas) que la transmisión intergeneracional de las desigualdades y la pobreza está más que documentada.
En la actualidad, la movilidad social (ascensor social) ligada singularmente a la educación se está resquebrajando. Estamos al respecto por detrás de los países del entorno. También el acceso al sistema educativo, concretamente a la educación temprana, es desigual en nuestro país, mientras que desgraciadamente la segregación escolar es de las más altas en el contexto europeo (con diferencias acusadas entre nuestras CCAA). Y las becas siguen constituyendo un problema pendiente, lo mismo que la estratificación académica, que no solo sucede inter-centros, sino también dentro de los centros.
Nuestros resultados escolares (logros y aprendizajes del alumnado) siguen reflejando mucho más de lo razonable las desigualdades sociales y económicas ligadas al origen familiar: ello pone al descubierto el efectivo poder compensador de la educación escolar. Y no es que no se hayan conseguido algunos logros dignos de mención. Por ejemplo, los referidos al Abandono Educativo Temprano de la Formación (AETF), que ha bajado en los últimos años. Lo que ocurre, sin embargo, es que han sido precisamente los sectores socioeconómicos más desfavorecidos (estudiantes de padres en el último quintil de renta), quienes menos se han beneficiado de las mejoras educativas documentadas concretamente en ese indicador citado.
LOMLOE: pobreza, exclusión y desigualdad. Prioridades, objetivos y medidas.
…no se podrá trabajar la inclusión ni combatir desigualdades y segregaciones a menos que los y las docentes se lo crean, se comprometan y trabajen codo con codo para avanzar en materia de atención efectiva a la diversidad, procurando sacar a todos para delante.
El tema de la diversidad, precisamente por eso que se decía antes sobre la ley como un marco general, queda poco definida (indefinición categorial), dejando amplios márgenes de discrecionalidad a CCAA, lo que tiene sus pros y sus contras.
La amenaza de reformas sin cambios, sin cambios valiosos y efectos, es quizás una de las mayores que se cierne sobre la LOMLOE.
Se desarrolló el día 4 de marzo, centrándose específicamente sobre la nueva reforma educativa, LOMLOE. Intervinieron como ponentes invitados D. Raimundo de los Reyes, Dña. Myriam López y D. Juan M. Escudero. Se trató la cuestión de en qué grado esta reforma más reciente se ha dejado interpelar por la pobreza, desigualdad y exclusión social y educativa y, consecuentemente, ha formulado ciertas respuestas comprometidas con la justicia y la inclusión equitativa.
En una primera aproximación, a cargo de Raimundo de los Reyes, se dejó constancia de que está extendida la idea de que la educación es una prioridad nacional, pero, en realidad, en este ámbito nos encontramos por desgracia con que hay una distancia sideral entre los dichos y los hechos. En el contexto español la educación no es un problema, de modo que a pesar de tantos dimes y diretes no constituye una prioridad sobre la que el país en su conjunto, la sociedad y todas las fuerzas sociales y políticas realmente apuesten, poniendo ideas y esfuerzos efectivamente en la tarea de avanzar, dignificar y elevar la consideración y el tratamiento de las cuestiones educativas. Hay y ha habido muchas trifulcas, y pocos, por no decir nulos, han sido los acuerdos establecidos y concertados. Es increíble la escasísima presencia que la educación tiene en los medios, concretamente en las televisiones, una muestra seguramente de la insuficiente atención prestada a la creación de climas de opinión, discusión, debates y propuestas al respecto. Se habla mucho, en ciertos ámbitos, más bien restringidos, de inclusión, calidad, equidad, y de que en educación sí se puede, pero queda mucho por hacer. Porque más allá de lo que establezcan las leyes, incluida la última reforma, lo que ocurra o deje de ocurrir en los centros es clave y, como se ha planteado en el Seminario anterior, aquellas por sí mismas no son capaces de cambiar ni mejorar la educación. En ocasiones, los cambios que realmente llegan a suceder son, por así decirlo, casi anecdóticos, por ejemplo, el cambio de los exámenes de julio a septiembre o similares, es decir, vienen a ser más cosméticos que reales y relevantes.
La LOMLOE, independiente de las justificaciones que la motivan y las buenas intenciones que plantea, va a tener un largo camino por recorrer. Y no va a ser fácil por diversas razones. A nadie se le escapa que, habiendo surgido como lo ha hecho y de la mano de sus promotores, si dado un tiempo cambiara el gobierno actual, nos esperaría de nuevo otra reforma educativa, otra más para no interrumpir el ciclo de reformas tras reformas. La falta de consenso no significa que no haya habido diversas voces y consultas o que no se haya concertado con nadie: es un argumento que no es cierto, aunque sea esgrimido reiteradamente por la derecha, airada por la derogación de una ley, la LOMCE, que desde el 2013 hasta la fecha ni siquiera se había logrado implementar en todos sus planteamientos más importantes.
Ahora, lo que ocurre, además, es que, así como con la LOGSE (1990) había una buena parte del profesorado dispuesto a “adaptarse” y sacarla adelante, la situación actual parece diferente. Entonces, incluso con esa mejor disposición, no tardaron en aparecer vaivenes. Actualmente, son mayores las incertidumbres, no solo por la pandemia sino también por el clima social y educativo que hay en el ambiente: confrontación y más confrontación. El clima en los claustros está enrarecido ante “otra nueva ley”. Las leyes habidas han sido “caminos de amargura”. Y una cuestión clave es el profesorado, ahora bastante afectado, por desgracia, de desmotivación: las palabras, las ideas, los propósitos educativos se han gastado. Se han llevado a cabo iniciativas interesantes, por ejemplo, la formulación del Marco para la Buena Dirección de los Centros, pero está por ver cómo y con qué apoyos se puede acercar a la vida de los mismos. La dirección escolar es clave, y no es fácil de lidiar. Sobre todo, es complicado responder desde ella y las instituciones educativas a la corriente a favor de la “educación como negocio” o, por poner sobre la mesa otro tema candente, la segregación escolar, una cuestión en la que, una vez más desgraciadamente, somos campeones europeos de primera división.
Es buena la idea de la LOMLOE al plantear herramientas para combatir la segregación (por ejemplo, redistribución ponderada del alumnado desfavorecido y con necesidades especiales), pero también eso será complicado: las CCAA tienen concedidos márgenes propios de maniobra difíciles de armonizar. Hay temas precedentes como el bilingüismo, que es interesante, pero supone en ocasiones una forma de segregación interior a los IES, u otros asuntos como los libros de texto, las becas, los comedores escolares que seguirán siendo difíciles de afrontar con criterios de igualdad y equidad. Y, aunque ya dicho, conviene subrayar el tema crucial del profesorado: no se podrá trabajar la inclusión ni combatir desigualdades y segregaciones a menos que los y las docentes se lo crean, se comprometan y trabajen codo con codo para avanzar en materia de atención efectiva a la diversidad, procurando sacar a todos para delante.
No está mal la idea de fortalecer, a diferencia de que lo hizo la LOMCE, la autonomía de los centros (un tema retomado por la LOMLOE pero que viene de atrás) y, desde luego, hay que abundar en ello. Conviene decir, no obstante, que no puede haber una buena autonomía escolar a menos que se siembre antes. Hay que discutir bastante más acerca de en qué, cómo y para qué ejercer la autonomía por parte de cada centro, así como también las estrategias y condiciones en las que se desarrolle, los medios, recursos y capacidades efectivas, el liderazgo de equipos directivos y la implicación de toda la comunidad educativa, llenando así de propósitos, contenidos, estrategias y decisiones adecuadas la tan cacareada autonomía de los centros y la profesión docente.
En un segundo momento, esta vez a cargo de Myriam López, la exposición se centró particularmente la atención en la cuestión de la diversidad, relacionando la nueva reforma con las personas y colectivos más vulnerables. La ley ha formulado planteamientos interesantes al respecto, pero habrá que ver cómo se trasladan a la práctica. La normativa establece marcos genéricos, y a la hora de la verdad hay que aterrizar y centrarse en grupos, personas, individuos particulares, tomando en consideración como es debido sus diferencias, condiciones y contexto.
Uno de los aspectos que parece interesantes es el relativo a las relaciones entre educación y mercado laboral [4], siempre que desde un punto de vista educativo se mantenga una visión integral de las personas, no solo como sujetos productivos. Tiene su importancia en todo caso el hecho de que entre el nivel de formación logrado y las tasas de paro existen relaciones notables, de ahí que lo que se haga al respecto en los centros será importante, pues ello significará abrirle posibilidades de trabajo y empleo que son del todo necesarias.
La LOMLOE plantea temas transversales de interés, así como también un refuerzo y reorientación de la formación profesional, dos aspectos dignos de atención. La lucha contra cualquier género de discriminación, la perspectiva de género y la orientación profesional son ejemplos de ello. Se ha abierto algún frente que está provocando gran debate, concretamente respecto a la educación concertada. Lo que está claro es que se apuesta por reforzar la educación pública: la escuela no puede verse como un mercado, sino como un servicio de interés general, y en esa dirección se contempla el propósito genérico de fortalecer la escuela y la educación pública.
Hay ciertos colectivos cuya representación en la ley ha de ser objeto, todavía, de especificaciones mayores y discusiones pertinentes. El tema de la diversidad, precisamente por eso que se decía antes sobre la ley como un marco general, queda poco definida (indefinición categorial), dejando amplios márgenes de discrecionalidad a CCAA, lo que tiene sus pros y sus contras. Asimismo, entre los aspectos más novedosos está el tratamiento que la reforma propone respecto a la segregación escolar, aunque se centra más en la segregación en el acceso que en la segregación dentro de los centros y las aulas, que también la hay en estos planos. E, igualmente, la propuesta de reducir la repetición, una medida demostradamente ineficaz para la mejora de la enseñanza y el aprendizaje escolar, es digna de atención, aunque habrá que ver también cómo se concreta y desarrolla en la práctica.
Este tercer seminario lo cerró Juan Manuel Escudero. Puso de relieve que los referentes aducidos por la LOMLOE para justificarse y definir sus planteamientos son claramente positivos (los derechos de la infancia, la Agenda 2030, un discurso sustantivo sobre la ciudadanía, la afirmación del derecho universal a la educación y sus contribuciones a propiciar una vida fructífera, la participación activa de las personas bajo el prisma de derechos y deberes, etc.). Las propuestas relativas al currículo, la enseñanza-aprendizaje, los centros, el profesorado y otros agentes son dignas de atención, pudiéndose destacar al respecto algunos temas positivos dignos de ser considerados, así como otros que pueden ser objeto de discusión y, asimismo, algunos otros que han quedado indebidamente omitidos.
Entre los primeros cabe subrayar que la LOMLOE apuesta por un desarrollo pleno del alumnado, entendido como el despliegue y fortalecimiento armónico de lo cognitivo, lo emocional, lo social y cívico, facetas nucleares e integrales de la educación que es preciso desarrollar hoy en día. También es de subrayar ciertos aspectos transversales ya citado como la perspectiva de género y la educación no sexista (se hace una mención específica y bien merecida a la lucha contra la violencia de género), la referencia clara a educación para la paz o la educación intercultural. Es igualmente destacable la consideración explícita a la educación inclusiva y, consiguientemente, a la valoración, el respeto y la respuesta que requiere la diversidad del alumnado en claves de justicia y equidad. Notable y positiva resulta así la óptica planteada de que todos y todas pueden y tienen derecho a aprender, descartándose la ideología del mérito como criterio rector de quién vale o no, quién aprende con éxito o quién fracasa. No es un planteamiento del todo novedoso, pues hace tiempo que se ha venido insistiendo (legislativamente) en ello, pero, por cuestiones previamente expuestas en esta síntesis parece, está bien justificado que se haya vuelto a reiterar en este planteamiento esencial.
En ese mismo sentido, es digno de consideración el énfasis puesto en un currículo competencial (quizás un tema demasiado propagado como tabla de salvación, cosa que sería infundada), así como, en este caso con mayor fundamento, en una visión y apuesta por los procesos de enseñanza aprendizaje asentados sobre el protagonismo del alumnado, el papel esencial docente como apoyo, refuerzo, orientación y sustento, así como el desarrollo de metodologías innovadoras (incorporando entre otros elementos lo digital, un recurso de gran valor hoy en día si es debidamente pensado y utilizado), métodos activos que cultiven habilidades cognitivas superiores, presten suma atención a los elementos emocionales del aprendizaje humano y, al mismo tiempo, a la idea fuerte según la cual aprendemos con otras personas para la vida en común. En el articulado de la LOMLOE ha quedado bien formulado un conjunto de ideas y propuestas curriculares y pedagógicas de sobra justificadas y conocidas en la literatura pedagógica, hace tiempo igualmente proclamadas, pero que, sin embargo, todavía están pendientes de ser trasladadas a la acción. Es digna de mención igualmente la invitación explícita que se hace a superar definitivamente el enciclopedismo, a conectar lo que se aprende en la escuela con la vida, a formar una ciudadanía bien equipada de los conocimientos y capacidades para entender, analizar, criticar y transformar el mundo: otros tantos ecos legislativos del pensamiento pedagógico más actual y reconocido.
En relación con los puntos menos claros y las omisiones, que también las ha habido, se señalaron algunas como las siguientes.
Respecto a la falta de consenso social y político, ya citado en sesiones precedentes, en este caso se alertó de que, además de la importancia de esa carencia a efectos de la estabilidad temporal de esta reforma, hay que tener en cuenta que esa circunstancia puede condicionar negativamente el desarrollo y la implementación de la nueva ley. No es un asunto menor y ya veremos cómo va discurriendo. El reto de concertar acuerdos y líneas de actuación coordinadas entre el gobierno central y las CCAA será uno de los asuntos más necesarios y, al mismo tiempo, tal vez más controvertido.
Como en otros momentos reformistas nacionales, la mayoría de los “huevos” del cambio se han puesto en la “cesta” del diseño de la normativa marco (legislación). Se ha vuelto a descuidar sin embargo dos aspectos, entre otros, que nos parecen clave (de ellos nos ha hablado hasta la saciedad la teoría y práctica de los cambios en educación). El primero se refiere a un diagnóstico pertinente sobre el estado corriente de la educación y un plan concertado y explícito para activar y favorecer la implementación.
El modelo “reformista español” –tal como reiteradamente se ha criticado, aunque sin consecuencias – se ha ofuscado, hasta la fecha, mucho más en legislar y legislar (de ahí las reformas orgánicas habidas, hasta cuatro en lo que va de siglo) y ha omitido la tarea seria, bien fundada y mínimamente representativa de reconocer y valorar cómo van las cosas y por qué están yendo como lo hacen. Se echa en falta un diagnóstico con informaciones fundadas y representativas, no con meras opiniones, con criterios claros y concertados, no con tantas ocurrencias o reiteraciones tautológicas. De ese modo, además de otros motivos y referentes para las reformas, contaríamos con información pertinente y valoración de la misma, llegando quizás a precisar mejor cuáles y por qué han de ser los cambios a acometer, cómo llevarlos a cabo, por qué y para qué. En ausencia de diagnósticos buenos y pertinentes, las reformas vienen a ser como palos de ciego o, en realidad, estrictas opciones de partido (por legítimas que sean, más o menos, las opciones de unos y otras), que es lo que en gran medida no ha venido sucediendo por más de tres décadas ya.
Si en materia de diagnóstico tenemos claros desafíos por atender, no es menor la alerta que procede formular respecto al otro asunto clave al que cualquier reforma que se precie ha de encarar. En concreto, la cuestión de la implementación, esto es, qué y cómo hacer para que las propuestas de cambio, además de que sean valiosas, no se queden en el tintero, sino que sirvan para activar las condiciones, dinámicas y compromisos de diversos actores e instituciones que las lleven a cabo e incluso las reconstruyan en la práctica, reflexiva y contextualmente.
Al respecto, la situación de nuestro país es que, más allá de que los respectivos gobiernos centrales asumen (legítimamente) las competencias que les asisten a la hora de definir y aprobar leyes como la LOMLOE, el hecho inexcusable que es preciso acometer es el relativo a quién y quiénes serán los agentes que tendrán en sus manos la enorme tarea y responsabilidad de mejorar la educación. Ello implica la enorme tarea y responsabilidad de tomar decisiones idóneas y bien fundamentadas en los respectivos contextos, así como movilizar ideas, actitudes, compromisos y prácticas necesarias para convertir los proyectos reformistas legislados en proyectos efectivos y situados de transformación y mejora de la educación. El tema al que se alude es crucial, porque, a fin de cuentas, con lo que dice y legisla, el boletín oficial solo inicia un camino que, solo por ello, ni se recorre y expande, ajusta, reconstruye y singulariza contextualmente como es menester.
La implementación en cuestión tiene, además, que ver con otro flanco que conviene citar expresamente. Así como nuestra experiencia más reciente con la sanidad ha puesto al descubierto que, como país, no contamos con un modelo operativo, efectivo y debidamente articulado de co-gobernanza (definición coordinada y corresponsables de objetivos, estrategias, prácticas, evaluación de resultados y decisiones sucesivas y también compartidas entre gobierno central y CCAA) algo similar nos va a ocurrir previsiblemente con la educación y el devenir de la reforma que nos ocupa. Y este flanco complejo y difícil nos va a desafiar radicalmente, no solo por la urgencia inexcusable de superar el actual clima de confrontación en aras de responder a retos ineludibles (mejora y transformación educativa en tiempos y urgencia que lo requieren), sino también porque, hasta la fecha, nuestras energías reformistas se nos ha agotado en los procesos interminables de legislación, restando espacio a las fuerzas, compromisos y empeños efectivos que han de movilizarse para que los cambios auténticos y necesarios lleguen a ir ocurriendo.
Cabe considerar incluso una cuestión más compleja en educación por si no fuera suficiente lo anterior. En sanidad, por ejemplo y en tanto que un tema que está siendo lacerante para muchas personas y el país en conjunto, los problemas son visibles, están más documentados, resultan alarmantes y clamorosos los muertos por la pandemia y, mal que bien, suponen una suerte de “aguijón que torpedea cotidianamente las conciencias y alerta para la acción”. En educación, sin embargo, todo es más larvado, más invisible, está menos documentado, se conocen menos los procesos y resultados y, por lo tanto, una buena parte de las ideas, acciones y resultados quedan en el dominio de la discrecionalidad e invisibilidad. Por ello no es extraño que, a pesar de más y más leyes y normativas oficiales en las alturas, lo fundamental en las ideas y prácticas siga su curso, su curso de antaño, habitual, casi igual, sin transformaciones significativas, sin los cambios que debería haber. La amenaza de reformas sin cambios, sin cambios valiosos y efectos, es quizás una de las mayores que se cierne sobre la LOMLOE. Y de una manera muy particular y lamentable, tal vez sobre los temas y desafíos que constituyen el objeto de atención de estos Seminarios.
Por ello, cuando se legisla una reforma (supongamos que es buena) y no se cuida con esmero su devenir, desarrollo e implementación, la fractura que puede darse entre aquella y las prácticas puede ser sideral. Este es el gran vacío de la LOMLOE. Ni se ha establecido un modelo de concertación entre gobierno central y CCAA para ir decidiendo y armonizar, en niveles meso y micro, la educación que ha de irse construyendo, ni se ha acometido con decisión el tipo de políticas de profesorado (formación y otros aspectos laborales, psicosociales y organizativos del puesto de trabajo docente, siempre, esta y otras reformas prometen que luego, después, se va a abordar la cuestión docente: una forma de procrastinación nacional en materia educativa). Igual que tampoco se han acometido otras cuestiones relativas al gobierno de los centros (caso de los equipos directivos que antes se ha citado con acierto). O se han considerado las políticas de materiales didácticos (libros de texto, etc.). Y ni siquiera se ha previsto algo digno siquiera de mención sobre un asunto no menos relevante como es el que concierne a la presencia y el papel de agentes del apoyo y asesoramiento a centros y formadores de formadores ocupados de la formación y el desarrollo profesional con y para los docentes y la mejora y transformación de la enseñanza-aprendizaje.
Finalmente, otro punto débil de la LOMLOE es que, como viene siendo habitual este tipo de leyes enfocan los cambios educativos previstos con un indudable sesgo escolar, lo que es comprensible, y escolarizado, lo que a estas alturas no lo sería tanto. Ello representa una perspectiva muy parcial y restringida. Como si solo en los centros, o en ellos principalmente, fuera donde se juega el desarrollo, el aprendizaje y la formación plena de nuestra niñez y juventud. Debido a ese sesgo estrictamente escolar (dejemos por sentado que la escuela, incluso ahora, sigue siendo una institución educativa clave) oculta asuntos también centrales como son las relaciones entre centros y profesorado con las comunidades en las que están insertos, con las familias del alumnado, con los municipios y, todavía más si cabe, con el tercer sector y la diversidad de ONG, sociedad civil, que lo definen y componen. Estas omisiones contextuales, esta falta de reconocimiento y valoración de otros agentes sociales y educativos que intervienen en la educación y están llamados a hacerlo de una manera más coordinada y relacional entre espacios escolares y otros espacios formativos, entre agentes escolares y otros agentes sociales, va a representar la falta de consideración debida a dos asuntos en particular.
Uno, la urgencia de un modo de pensar sinérgico, relacional, sistémico sobre la educación y para los cambios pertinentes que han de ocurrir en ella; dos el reconocimiento, la valoración positiva y el empoderamiento de sectores y actores diversos. Entre ellos, particularmente las ONG, el tercer sector, diversos agentes y servicios socioeducativos que están llamados, en estos tiempos de tantas conexiones que reclaman coordinaciones y sinergias, a devenir agentes partícipes activos en la detección de necesidades, la elaboración de proyectos, la implementación y evaluación de los mismos. Sin esa óptica y la movilización de actores, recursos, coordinaciones y estrategias, posiblemente seguirán cercenándose muchos de nuestros esfuerzos, en particular todos aquellos que van destinados a afrontar los temas de pobreza, desigualdad, fracaso escolar y social, exclusión que nos preocupan. Y afrontarlos más allá de retóricas que no pasan de afanes declarativos y esa fiebre de “proyectitis” incapaz de generar las transformaciones que hace tiempo nos desafían y no acertamos a ir acometiendo, ya, sin más demoras. Ojalá, esté o no contemplado en el articulado de la LOMLOE, su desarrollo (incierto según los vientos políticos que vayan a soplar) los próximos años sea una ocasión de hacer un alto en el camino, de una vez, para poner en lista los temas más urgentes pendientes y la orquestación de la pluralidad de voces y agentes convenientes para efectivamente acometerlos. Desde los centros escolares desde luego, pero, imperativamente en estos tiempos, también más allá de ellos.
A modo de conclusión, si se quiere aprovechar las oportunidades favorables que la nueva reforma contempla para seguir peleando por una educación de calidad justa y equitativa, inclusiva a todos los efectos, son múltiples los desafíos que claramente tenemos por delante. De cara a que el devenir de la nueva reforma tenga alguna voz y contribución significativa en los temas sociales y educativos de los Seminarios, urge concentrar atenciones y esfuerzos, propósitos y compromisos en que lo que ocurre en los centros y las aulas no sea ajeno a las condiciones de vida personal, familiar y social en que viven nuestros y nuestras estudiantes. Todos y todas ellas, en particular, aquellos que lacerantemente están más afectados de pobreza, condiciones indignas de vida, de relaciones y contextos desfavorables, afectados por horizontes sombríos respecto a sus presentes y futuros de riesgo, han de ocupar el primer lugar del escenario en lugar de otros actores o elementos distractores. Al hablar, idear, concertar y acometer proyectos transformadores, no ya para ellos, sino con ellos, con todos y todas, será imprescindible renovar referencias, energías y propósitos, actuaciones coordinadas, integrales, sistémicas. Para replantearse ideas y concepciones transformadoras parece inexcusable activar la creación conjunta de voluntades, compromisos y actuaciones, el reconocimiento de la pluralidad de agentes participantes, el énfasis conjunto en lo educativo y lo social. Apostar firmemente por lo cognitivo, emocional, cívico y ético. Trabajar conjuntamente, con imaginación fundada, destilada de experiencias vividas e imbuida de las mejores teorías disponibles, el diseño situado y transformador de iniciativas empeñadas en dejar huellas positivas en las vidas de los sujetos y en sus entornos. Proyectos conectados con grandes ideales de transformación. Acompañados de la red de decisiones y actuaciones que son precisas para ir construyendo igualdad y libertad, justicia, equidad y democracia. Proyectos, asimismo, que fortalezcan a las instituciones y que estas, a través de ellos, se proyecten, se desarrollen, aprendan. Proyectos creadores de agentes múltiples bien orquestados (docentes, educadores sociales, trabajadores del tercer sector, de municipios, de servicios sociales, de las administraciones…) y proyectos por ellos construidos aunando imaginación, ideales, futuros esperanzados, habilidad y capacidades que sustenten prácticas y relaciones provechosas y efectivas en la tarea de pelear por lo público y común, por la escuela y la educación pública de todos y para todos, por los derecho que hay que garantizar combatiendo todo género de exclusión, marginación, segregación.
Mirando las cosas con un cierto optimismo, podría decirse que la LOMLOE podría impulsar algunos de tales derroteros. Si llegara a hacerse, podríamos contar en un futuro no lejano con experiencias donde las reformas educativas no son ajenas a la vida de quienes más sufren pobreza, desigualdad, marginación. Ello podría escribir capítulos de un relato que hoy por hoy todavía está por hacerse.
[4] Para la relación entre formación y pobreza en la Región de Murcia, se puede consultar el cuadro 9 (página 25) de la investigación sobre condiciones de vida en la región que EAPN Región de Murcia publicó en 2019.