Windows (Teleguerra mundial)
Hay una guerra en marcha. Una guerra sin cuartel contra gigantes y algoritmos. Una guerra para ser algo más que carne que encerrar o evaluar. Una guerra de la que él es uno de los principales instigadores.
Empezó, a diferencia de otras guerras… o no, por aburrimiento. Por aburrimiento y por rabia. Mucha rabia.
Al cuarto día de confinamiento, los profesores ya les habían enviado cientos de correos electrónicos, deberes sin ton ni son, enlaces para videoclases fuera de horario y etcétera. Al cuarto día de confinamiento, ya habían usado Edmodo, Aula Virtual, Drive, Zoom, Meet y Google Classroom. Al cuarto día de confinamiento, ya había visto las casas de todos sus compañeros de clase y ninguna era peor que la suya. Cada cual tenía algo especial. Una silla de gamer, unos cascos Beats, una camiseta de marca distinta para cada día, una tele propia en la habitación, un aparato de pesas… Ya había estado en la casa de algún amigo, claro. Ya había visto que las casas de los otros siempre eran mejores. Ya había puesto toda clase de excusas para que el trabajo en grupo no fuera en su casa. Pero ahora, ver cada día, varias veces cada día, las casas de los demás hacía que la suya fuera mucho peor. Más fea, más pequeña, más insufrible.
Al cuarto día de confinamiento, ya estaba cabreado como no lo había estado nunca. Suya era toda la rabia del universo. No había descubierto nada nuevo. Su mochila nunca fue último modelo; sus zapatillas siempre fueron, en el mejor de los casos, de Decathlon; no podía quedar con los amigos tanto como quería porque a veces sus padres no podían darle para el cine o para cenar en el kebab. Todo eso ya estaba ahí. Pero, ahora, las ventanas que cada día se abrían en su ordenador eran ventanas a la desigualdad.
No usaba nunca la palabra inferioridad. No quería reconocer cómo se sentía en realidad. No quería verbalizar, con voz o pensamiento, algo que le parecía injusto con sus padres y con las primeras ideas que ya iba teniendo sobre cómo funciona el mundo. Pero era así como se sentía. Menos que sus compañeros. Porque no era solo que él pudiera ver las casas de los demás. Es que los demás podían ver su casa.
No eres lo que tienes. No eres lo que compras. No eres lo que vistes. No eres los desconchones en la pintura de la pared. Lo habían hablado mucho en las clases de valores. Sabía que era así. Pero, cada vez que empezaba una videoclase, cada vez que los lujos, pequeños o grandes, que poblaban las casas de sus compañeros aparecían en la pantalla, él se sentía mal, pequeño, inferior.
Mal. Pequeño. Inferior. Y enfadado. Muy enfadado. Perdiendo el tiempo en Instagram, o ganándolo, que los balances temporales son complicados, eso se sabe incluso con quince años, vio una publicación del Frente de Acción Estudiantil del IES Alfonso X. ¡No a la videovigilancia! ¡El uso de la cámara debe ser opcional! ¡Compañeras, no permitáis la imposición del uso de la cámara en las clases telemáticas? ¿De qué manera, mostrar nuestra cara, mejora la calidad de las clases?
La respuesta a la pregunta estaba más que clara. Al día siguiente, accedió a las videoclases con la cámara apagada. Cuando le pidieron que la encendiera, no tuvo que buscar una excusa o fingir que no le iba bien el wifi como ya había hecho otras veces. Cuando le pidieron que encendiera la cámara, recitó de memoria algunos pasajes del comunicado del Frente de Acción Estudiantil. Pasajes que incluían expresiones como “estudiantado” o “argumento-falacia”. No hacen falta las clases de Lengua para aprender palabras poderosas.
Había conseguido solucionar el tema de la cámara. Las compañeras de la FAE le habían dado argumentos que no solo le servían para justificar su cámara apagada, también explicaban que la cámara encendida no dejaba de ser una forma de vigilancia, un paso adelante del Gran Hermano que todo lo quiere ver y que todo lo quiere enseñar. Podría incluso usar una nueva palabra recién aprendida: panóptico. Pero, si bien algún profesor no se lo tomó con calma y amenazó con llamar a sus padres, aún sentía que le quedaba algo por hacer. Que la rabia se seguía acumulando en su interior y le obligaba a pasar el día de enfado en enfado.
Entonces, las Kpopers tiraron abajo la app de la policía de Dallas. Al poco de iniciarse las protestas por el asesinato de George Floyd, la policía de Dallas pidió a la gente que usara una app que acababan de poner en marcha para denunciar actos de vandalismo. A las pocas horas, las fans del Kpop habían tirada abajo la app a base de fancams. El ejemplo debía cundir y él se encargó de ello.
Si una aplicación baja del 1 en su valoración, la tienda de Google la retira. Así que la idea fue bien sencilla: spamear la app de Google Clashroom. Inundarla de comentarios negativos y malas valoraciones. Así, Google debería retirar su propia app. La app que los profesores usaban más que ninguna, desde la que obligaban a miles de estudiantes a mostrarse delante de la cámara, quisieran o no. La app que metía el instituto en tu propia casa.
La idea corrió como la pólvora. En Twitter y en Instagram. En Youtube y en Reddit. Por WhatsApp y por mail. A los pocos días, miles de niñas y niños, de chicas y chicos libraban una guerra sin cuartel contra un sistema que cuando las cosas se pusieron feas, se limitó a encerrarlos en las casas y poco más.
La derrota está asegurada. Es de las pocas cosas que quedan claras de las clases de Historia. Pero seguirán dando la batalla hasta el final porque cuando tienes 15 años piensas que siempre tendrás 15 años.