Cuentos anormalescuentos anormales

Cuentos anormales es una colección de cuentos que forman parte de la campaña «La pobreza no es normal«.

Los relatos hablan a través de una ficción más real que irreal de la pobreza en época de la Covid-19. Se acompañan siempre de ilustraciones y de una versión en audio.

Spoiler (I love you)

La habitación está completamente a oscuras, salvo el tímido resplandor de los números de la radio despertador. Como lleva ya un buen rato con los ojos abiertos, las pupilas se le han dilatado como si de un búho se tratara y la oscuridad deja, una noche más, de tener misterios para él. El tímido resplandor de los números de la radio despertador lo inunda todo de un palpitar verde inquietante, como de radiación gamma. Desde luego, un desastre nuclear sería peor que una pandemia pero eso es ahora poco consuelo.

La persiana está completamente bajada. Uno de esas pequeñas cosas por las que discutir. Rubén la prefiere bajada del todo; él, al menos hasta la pandemia, la prefería a medio subir. Para poder despertarse con la luz del sol. Pero, ahora, el exterior está lleno de peligros y no hay motivo alguno por el que madrugar.

Lo quiere con avaricia lo que no impide que sienta algo entre la envidia y el odio cuando lo oye roncar. Especialmente porque él no consigue conciliar el sueño. Todas las formas de insomnio son canallas pero esta tal vez sea la más cruel.  En rigor, roncar roncar lo que se dice roncar, Rubén no ronca. Es más bien un ruido de motor lejano. Como si durmiera junto a una moto que recorre el horizonte. 

El horizonte fue, por unos meses, un lugar brillante, cálido y acogedor. Fue.

Eran de la generación de la crisis de 2008. Sin curro, sin casa, sin miedo. Dos de tres. Un poco de miedo siempre hubo. Arquitectos de impecable expediente dispuestos a comerse el mundo. Pero el mundo se los comió a ellos y los escupió a miles de kilómetros de distancia. Tú a Londres y yo a Berlín. Allí se curtieron en la distancia y el teleamor. Skype no lo inventó el coronavirus. Hacían muchas cosas con una pantalla de por medio, incluso con varias pantallas de por medio porque se aficionaron a ver series juntos. Juntos tal vez no fuera la mejor forma de definirlo. Veían series en paralelo. Y discutían mucho. Largo y tendido. 

The Wire, por ejemplo. ¿Cuál es la mejor temporada? ¿Tuvo Omar Little una muerte a la altura de las circunstancias? Respecto a la primera pregunta, Rubén simplemente negaba la mayor y se negaba a calificar la serie por temporadas. Le daba una valoración global y abominaba de la idea de que cada temporada estuviera dedicada a un asunto: el periodismo, la educación… Respecto a la segunda, se enredaban en debates sin fin y decidieron postergar la decisión final para cuando se reencontraran del todo. 

Los Soprano, otro ejemplo. ¿El final original o el que HBO impuso a David Chase? Esta vez era él mismo el que se mostraba más tajante: el final original era, sin la menor duda, el mejor porque de la misma forma que te acercas a la historia de unos personajes en un momento dado, te alejas de la misma en otro momento dado que no necesita ser mortal, dramático o decisivo. La cámara se aleja, la historia sigue salvo que tú ya no estás allí para verla suceder.

ursula bravo

Interrumpe el hilo de sus pensamientos. Cambia de postura. Le da un pequeño empujón a Rubén por si la moto quisiera tomarse un descanso allá en el horizonte y cae sin remedio en la derivada de lo que acaba de pensar sobre el final de los Soprano. La pandemia ha ordenado a las cámaras que retrocedan, las vidas se han quedado al fondo, mal enfocadas. La historia sigue y tú sí estás ahí para verla suceder. Lo que se te impide es actuar. Has pasado de actor a espectador. Una vez más, todos los planes han saltado por los aires.

Volvamos, dijo uno de los dos un día. No fue algo premeditado, no había plan de retorno fue solo un impulso, un deseo de estar juntos, un hartazgo insoportable de amar en la distancia, de amar en lenguas extranjeras. Durante meses quisieron asegurar una vuelta en condiciones. Pero cuando descubrieron que no sería posible, volvieron de cualquier manera. Bilingüe de inglés, él: de alemán, Rubén. Pero la pandemia no valora los idiomas del currículum. 

Los brotes verdes ya habían pasado de moda. La recuperación parecía una realidad incuestionable aunque sus títulos universitarios siguieran pudriéndose en un cajón. Así que, mientras Rubén trabajaba de camarero, él consiguió un podo de dinero prestado y montó una librería-papelería. Él quería una librería. Libros de arte y cine. Filosofía y cultura pop. Ediciones en tapa dura y de la Taschen para atraer a todos los públicos. Novela gráfica de altos vuelos. Y cosas así. Pero tantos años en el exilio te ponen los pies en la tierra. Así que, a vender cuadernos, lápices y gomas reservando una esquina del escaparate para algunas novedades literarias.

Y el negocio empezó a funcionar. Pagaba el alquiler, devolvía la deuda y ganaba dinero. Rubén también ganaba dinero. Todo lo que se puede ganar con un sueldo de camarero. Incluso se plantearon vivir juntos. Incluso se fueron a vivir juntos. Largas jornadas laborales que terminaban con una cena tranquila viendo The Office para reír un poco y que la vergüenza fuera ajena. Luego, si Rubén no madrugaba mucho al día siguiente, alguna serie que les diera la excusa perfecta para discutir en la cama mientras espantaban el sueño porque por fin vivían juntos y dormir no era más que una pérdida de tiempo.

Ahora, con la librería cerrada, con Rubén en un ERTE, con él sin saber muy bien cómo va eso de la ayuda de autónomos, lo que quisiera espantar es el insomnio y seguir a Rubén en su viaje en moto a lo largo del horizonte. Para colmo, se han empantanado viendo Better Call Saul, nunca spins-off fueron buenos. Él quería ver The Peaky Blinders, y volver a disfrutar del acento de Birmingham (que le recordaba a una aventura que nunca llegó a consumarse, un secreto menor e inofensivo). Pero Rubén no puede dejar una serie a medio. Si se empieza, se termina, decía siempre con tono sobreactuado. 

De hecho, la noche y el insomnio tienden a la confesión, había empezado a ver Peaky Blinders sin Rubén. Pecado capital, alta traición del amor. En el último capítulo de la primera temporada, acabado el Black Star Day y derrocado Billy Kimber, ante el cadáver de Danny Whizz-Bang, Tommy Shelby hace el siguiente brindis: May we all die twice. 

Que todos muramos dos veces. Ellos, que saben quiénes fueron los hermanos Lehman y ya saben más que de sobra del SARS-CoV-2  han muerto, al menos metafóricamente, dos veces. Pero algunos brindis es mejor presenciarlos y no vivirlos.

La noche avanza, aunque sea con lentitud de cemento. Rubén da un respingo. Algo en el horizonte le ha sobresaltado. Nuestro protagonista, harto de que se le dilaten las pupilas en la oscuridad, intenta recordar el olor lejano, casi imposible ya, de la librería. El único recuerdo que le calma últimamente. El olor de los cuadernos, de los libros, incluso los de texto. Cierra los ojos y hace un gesto, como apartándonos de la escena. Ya no hay nada más que ver.

Puedes escuchar el cuento leído por el periodista Javier Ruiz:

pobreza normal