Interrumpe el hilo de sus pensamientos. Cambia de postura. Le da un pequeño empujón a Rubén por si la moto quisiera tomarse un descanso allá en el horizonte y cae sin remedio en la derivada de lo que acaba de pensar sobre el final de los Soprano. La pandemia ha ordenado a las cámaras que retrocedan, las vidas se han quedado al fondo, mal enfocadas. La historia sigue y tú sí estás ahí para verla suceder. Lo que se te impide es actuar. Has pasado de actor a espectador. Una vez más, todos los planes han saltado por los aires.
Volvamos, dijo uno de los dos un día. No fue algo premeditado, no había plan de retorno fue solo un impulso, un deseo de estar juntos, un hartazgo insoportable de amar en la distancia, de amar en lenguas extranjeras. Durante meses quisieron asegurar una vuelta en condiciones. Pero cuando descubrieron que no sería posible, volvieron de cualquier manera. Bilingüe de inglés, él: de alemán, Rubén. Pero la pandemia no valora los idiomas del currículum.
Los brotes verdes ya habían pasado de moda. La recuperación parecía una realidad incuestionable aunque sus títulos universitarios siguieran pudriéndose en un cajón. Así que, mientras Rubén trabajaba de camarero, él consiguió un podo de dinero prestado y montó una librería-papelería. Él quería una librería. Libros de arte y cine. Filosofía y cultura pop. Ediciones en tapa dura y de la Taschen para atraer a todos los públicos. Novela gráfica de altos vuelos. Y cosas así. Pero tantos años en el exilio te ponen los pies en la tierra. Así que, a vender cuadernos, lápices y gomas reservando una esquina del escaparate para algunas novedades literarias.
Y el negocio empezó a funcionar. Pagaba el alquiler, devolvía la deuda y ganaba dinero. Rubén también ganaba dinero. Todo lo que se puede ganar con un sueldo de camarero. Incluso se plantearon vivir juntos. Incluso se fueron a vivir juntos. Largas jornadas laborales que terminaban con una cena tranquila viendo The Office para reír un poco y que la vergüenza fuera ajena. Luego, si Rubén no madrugaba mucho al día siguiente, alguna serie que les diera la excusa perfecta para discutir en la cama mientras espantaban el sueño porque por fin vivían juntos y dormir no era más que una pérdida de tiempo.
Ahora, con la librería cerrada, con Rubén en un ERTE, con él sin saber muy bien cómo va eso de la ayuda de autónomos, lo que quisiera espantar es el insomnio y seguir a Rubén en su viaje en moto a lo largo del horizonte. Para colmo, se han empantanado viendo Better Call Saul, nunca spins-off fueron buenos. Él quería ver The Peaky Blinders, y volver a disfrutar del acento de Birmingham (que le recordaba a una aventura que nunca llegó a consumarse, un secreto menor e inofensivo). Pero Rubén no puede dejar una serie a medio. Si se empieza, se termina, decía siempre con tono sobreactuado.
De hecho, la noche y el insomnio tienden a la confesión, había empezado a ver Peaky Blinders sin Rubén. Pecado capital, alta traición del amor. En el último capítulo de la primera temporada, acabado el Black Star Day y derrocado Billy Kimber, ante el cadáver de Danny Whizz-Bang, Tommy Shelby hace el siguiente brindis: May we all die twice.
Que todos muramos dos veces. Ellos, que saben quiénes fueron los hermanos Lehman y ya saben más que de sobra del SARS-CoV-2 han muerto, al menos metafóricamente, dos veces. Pero algunos brindis es mejor presenciarlos y no vivirlos.
La noche avanza, aunque sea con lentitud de cemento. Rubén da un respingo. Algo en el horizonte le ha sobresaltado. Nuestro protagonista, harto de que se le dilaten las pupilas en la oscuridad, intenta recordar el olor lejano, casi imposible ya, de la librería. El único recuerdo que le calma últimamente. El olor de los cuadernos, de los libros, incluso los de texto. Cierra los ojos y hace un gesto, como apartándonos de la escena. Ya no hay nada más que ver.