Marisol
Desde que todo empezó, se acuerda de Marisol a diario. Se acuerda especialmente de su Walkman, con el que iba a todas partes, y de los dos besos que le daba cada vez que la veía. Y cada vez quiere decir cada vez. Si la veía a las diez de la mañana, dos besos. Si la volvía a ver un rato después, dos besos. Si se encontraban por tercera vez esa misma tarde, dos besos. Y dos más de despedida si lo veía antes de subirse al coche de vuelta a casa.
No le dio mayor importancia a lo de los besos hasta que su madre se echó las manos a la cabeza y le preguntó cómo se le ocurría dejar que lo besara así sin más. Su madre había sabido que Marisol era seropositiva. Las primeras veces, le dijo que los besos no contagiaban el SIDA. Pero su madre veía peligros en todas partes porque es lo que tienen que hacer las madres. Ven peligros por todas partes y así nos protegen con generosidad. Después, se limitó a dejar que su madre le dijera cómo actuar, qué cuidados llevar, qué hacer y qué no hacer. Asentía en silencio en un pequeño teatro que los dos aceptaban como lo que era porque él sabía que no le haría caso a su madre y su madre sabía que no sería obedecida.
Ahora, no dejaría que Marisol le besara. Y sería un miedo recíproco, y sería un cuidado de ida y vuelta. Porque, ahora, de lo que se trata es de una enfermedad que sí se puede contagiar por los besos y que, como todas las enfermedades, se ceba más en los más frágiles. Como lo fue Marisol. Frágil hasta que se rompió del todo. ¿Qué habéis hecho con el Walkman? le preguntó a su hermana cuando el dolor se disipó un poco. ¿Qué íbamos a hacer? le respondió, lo pusimos con ella en el ataúd.
La muerte de Marisol, lo descubrió muchos años después, fue la primera capa del callo que todos le decían que tendría que hacer antes o después. Tienes que hacer callo, le repetían los expertos. Debes distanciarte del trabajo, debes dejar de empatizar, debes cortar cuando te vayas a casa. Pero él sabía que sin pasión, sin vínculos y emociones su trabajo no se podía hacer. O, en todo caso, no se podía hacer como es debido. Un trabajo que era, no se engañaba, una mera reducción de daños. Porque por mucho que se esforzara, por mucho que quienes estaban atravesados por la condición de la pobreza lo intentaran y lo intentaran, por mucha resiliencia que pudieran derrochar, si las causas no se modifican, las consecuencias siguen sucediéndose, unas tras otras. De las pocas certezas que hay en la vida, esa es una de ellas.
Lo anterior, como tantas cosas, lo aprendió de su madre. Su madre solo tenía miedo cuando de su hijo se trataba. Para todo lo demás, era fuerte, decidida, a veces incluso aterradora. Cada vez que había una manifestación e informaban de disturbios y detenidos, no se quedaba tranquilo hasta que hablaba con su madre y le confirmaba que no había sido ella y que no había tenido problemas con la policía. Los hijos también pueden preocuparse por las madres. De hecho, vivimos tiempos propicios para que así sea. Por lo que, como cada mañana camino del trabajo, sacó el móvil y marcó el número de su madre.
La primera conversación del día era más bien rutinaria. Confirmar que todo estuviera en su sitio y preguntar si le hacía falta algo. Llevaban varias semanas sin verse. Ni una ni otro estaban de humor para hablarse a distancia ni para verse sin tocarse, así que habían acordado dejar que pasara el tiempo y ver cómo iban sucediéndose los acontecimientos. Cuando repasaban las preguntas y respuestas de rigor, su madre se despedía siempre pidiéndole que se cuidara. Tienes que cuidarte, le decía, porque, si no te cuidas tú, no podrás cuidar a nadie. Por primera vez desde la adolescencia, era incapaz de llevarle la contraria a su madre. Cuidar pasaba, más que nunca, por cuidarse a uno mismo.
Y, por eso, cuando preguntaba en el trabajo y le decían que los EPIs seguían sin llegar, un borbotón de rabia le inundaba el estómago. Una mañana más que no podrán abrir el centro de día. Un lugar para reducir daños, para compensar que no solucionamos lo que deberíamos solucionar, para consolar con una ducha toda una noche al raso y con un café caliente los derechos no atendidos.
El trabajo de esos días estaba siendo el único posible sin el material de protección que tanta falta hacía. La gente se acercaba a la ventana y, a través de ella, les daban el pequeño kit de limpieza, el desayuno y las medicinas que necesitaran. Por su parte, procura mantener con disciplina una distancia que le resultaba inhumana y artificial pero que cuida para cuidarse él, cuidar a su madre y cuidar a las personas con las que trabajaba.
Y mientras le explica a Jonás por qué no se pueden usar las duchas ni pasar al comedor, mientras habla con Manuel que le confirma que siguen siendo cien los que como él duermen cada noche en la calle o con Fina que lleva despierta desde las tres de la mañana porque la medicación ya no es lo que era, se acuerda de Marisol.
Ilustración de Pattysaurus (@pattysaurusilustra )
Un día, era verano y no había nadie por las calles del barrio porque el sol provoca el desierto al igual que el virus, se encontró con Marisol. Dos besos. Y, harto de aguantarse la curiosidad, le preguntó qué escuchaba. Marisol miró el Walkman y respondió: viejos blues del delta. Él puso cara de sorpresa. Ya sé, dijo Marisol, como soy gitana, esperabas que escuchara a Junco o a Camela. Pero no, escucho a Robert Johnson y Elmore James. Dicho lo cual, Marisol se volvió a poner los auriculares, le dio al play y siguió su camino.
Él no conocía ni a uno ni a otro. Marisol había puesto en evidencia los prejuicios y estereotipos que todas las personas acarreamos en nuestro interior. Pero también le había enseñado que lo inesperado es posible. Tal vez sea esa la razón por la que piensa tanto en ella últimamente. Porque echa de menos los besos y porque quiere seguir pensando que lo inesperado es posible. Aunque sea un inesperado pequeño.
Han llamado de la farmacia, dijo en ese momento una de sus compañeras. Esta tarde nos traen mascarillas y gel; mañana podremos abrir el centro.