La carta
A sus setenta y… Cuatro o cinco… no se acuerda bien y tampoco cree que sea un detalle importante… A sus setenta y, digamos, cinco le ha vuelto a pasar mirarse en el espejo y no reconocer a la persona al otro lado.
No recordar su edad era algo habitual desde los veintiuno. A partir de ese año, perdió interés por seguir de cerca el paso del tiempo. De hecho, vivió los cuarenta creyendo que tenía treinta y cuando le llegó la carta de la jubilación, tuvo que revisar varias veces su edad porque para nada estaba él al tanto de haber llegado a los sesenta y cinco. Pero sí, sí había llegado.
Lo del espejo ya es otra cosa. No reconocer su reflejo, sentir cierto espanto incluso hacia unos ojos desconocidos que lo miraban con extrañeza, le ha pasado pocas veces. La muerte de su padre. El divorcio contra su voluntad y su amor. La jubilación. Y, ahora, cuando se mira al espejo y no reconoce al hombre muerto de miedo que lleva cuatro días sin atreverse a tocar una carta escrita por una niña de 7 años porque le asusta que el sobre, el papel, quien sabe si la tinta, puedan estar cuajados de virus.
Nunca se creyó un valiente ni nada que se le pareciera. Pero jamás había sentido un miedo como el que le avasalla ahora a diario. Nunca le importaron mucho las enfermedades. Le bastaba con tener una salud pasable e ir al centro de salud lo justo y necesario o incluso un poco menos. No dejó de fumar ni cuando el susto aquel que acabó en urgencias. Así que, cuando no quiere ni abrir las ventanas ni se atreve a tocar la carta de una niña de 7 años no sabe de quién se trata.
Fue Sara quien le dio la clave de lo que podría estar pasando. Sara es una vecina de dos calles más allá. Tocó al telefonillo la primera semana del estado de alarma. Hola, le dijo, mi nombre es Sara. Un grupo de vecinas estamos llamando a las casas por si alguien necesita algún tipo de ayuda, yo qué sé, que le hagamos la compra, traerle algunos medicamentos…
Su primera reacción fue responder que no, que no necesitaba nada, que estaba bien. No era orgullo. Era más bien esa cosa de no querer molestar que había aprendido sin darse cuenta de su padre. Y, no lo podía descartar, igual también era cierto rencor que le había quedado contra este tipo de cosas desde aquella noche interminable en la que cuando ya no sabía qué hacer, llamó al Teléfono de la Esperanza y nadie le cogió el teléfono.
No sabe muy bien por qué le contó a Sara lo del Teléfono de la Esperanza pero ella murió de risa cuando supo aquella historia. Y, bueno, mirado por el lado cómico era una historia muy cómica. Abandonad toda esperanza, dijo Sara cuando la risa le dejó articular palabra. Él pilló la referencia pero se hizo el tonto.
Iba a decir que no pero el miedo le atenazó la garganta. El miedo tiene algo de mecanismo de supervivencia. Pues, a lo mejor, dijo con un ligero tartamudeo, me vendría bien que alguien me hiciera la compra. Sara le pidió que hiciera una lista y le dijo que se pasaría al día siguiente para comprar lo que necesitara.
La versión de la lista de la compra que le recitó a Sara por el telefonillo fue la séptima versión. Cuando le dio un repaso a la primera lista, la que hizo según tenía costumbre, se dio cuenta de que ponía de manifiesto que su pensión era poco menos que ridícula. No tenía que demostrarle nada a Sara ni a nadie pero tampoco quería evidenciar que toda una vida de trabajo se había quedado reducida a unos ingresos incompatibles con una dorada fresca o un buen filete de añojo. Sii recortaba un poco en el tabaco, igual podía permitirse algún capricho que le diera una alegría a la lista de la compra.
Sara llamaba al telefonillo los martes y los viernes. Algunas veces, sí tenía algún recado que encargarle. Otras, simplemente charlaban un rato. En una de esas conversaciones de telefonillo fue cuando Sara le dijo que a lo mejor el miedo era una maniobra de distracción. ¿Una maniobra de distracción? le preguntó extrañado. Sí, respondió Sara, el miedo te distrae de la soledad.
Sara tenía razón. El miedo que ahora lo atenazaba era la excusa perfecta para no sentir lo que de verdad no quería sentir. Lo que había evitado sentir toda la vida porque le parecía algo… No acertaba con el prefijo: ¿inhumano? ¿deshumano? ¿antihumano? Las veces que no se había reconocido en el espejo fueron las veces en las que la soledad sacudió su vida. La muerte de su padre. El divorcio contra su voluntad y su amor. La jubilación. El confinamiento.
Mi chiquilla, le dijo Sara un martes desde el otro lado del descansillo, la voz ligeramente apagado por la mascarilla, ha visto en la tele que hay niñas que les escriben cartas a las personas mayores de las residencias. Le he hablado de ti algunas veces y me ha preguntado si puede escribirte una carta.
Sara pudo ver cómo los ojos del hombre que la miraba sin decidirse a salir del todo de su casa se volvían vidriosos. Le sonrió y le dijo que se tomaba eso como un sí.
En la siguiente visita, junto a la bolsa con las medicinas de la tensión y dos paquetes de Pueblo (más el papel y las boquillas), Sara le dejó una carta. De parte de Marta, le dijo. Cuántas as, fue lo único que él atinó a responder. Sí, replicó Sara sin dejar de sonreir, dos cada una.
Y ahí sigue la carta desde el viernes. El miedo es una… ¿cómo dijo Sara? Maniobra de distracción. Creyendo que le dan miedo los virus, no necesita pensar que lo que le aterra es que la carta de una niña de 7 años le acabe poniendo delante de la angustiosa soledad que lleva atravesando tantos años muy a su pesar. Pero en un rato, Sara hará sonar el telefonillo y le preguntará por la carta. Y no le quiere mentir.
Se arma de valor mientras mira de reojo el gel hidroalcohólico. Coge la carta. Abre el sobre con cuidado y dedos tembloroso. Con mariposas feroces en el estómago, comienza a leer.
Para cuando suena el telefonillo, ya ha leído la carta dos o tres veces. Aunque, le bastó la primera lectura para saber que lo peor ya ha pasado y que volverá a reconocerse en el espejo.