La cantina de las profundidades
Cada noche, sin falta desde hace varios años, se dirige a la cantina de las profundidades mientras piensa un motivo para brindar. A veces, el motivo aparece con facilidad. Otras, cuesta más encontrarlo. Pero siempre hay un motivo para brindar.
Cada noche, recibe al entrar miradas de asombro, de recriminación, de deseo. Devuelve todas y cada una de ellas con la misma cara de desafío. Una cara que consiguió afinar después de mucho esfuerzo e intentos fallidos. Pero ahora, no hay quien le mantenga la mirada. Sus ojos hacen que todos los demás se agachen o se desvíen asustados por la falta de respeto que se atrevieron a mostrar en un momento de descuido. Nadie le va a negar su derecho a estar allí, entre las olas y los crustáceos. Nadie, ni siquiera las medusas, le va a mirar con ojos que no sean de respeto. Y cuando ella haga el brindis que tiene pensado para esa noche, todos, estén más o menos muertos, levantarán sus vasos y beberán.
La primera vez que supo de la cantina fue por un rumor susurrado a cientos de kilómetros de la costa más cercana y a mucha altura sobre el nivel del mar. Hay una cantina ahí abajo, dijo una mujer mayor que había hecho el viaje de vuelta a la fuerza y en avión mientras que el de ida fue a pie y por propia voluntad. Una cantina donde van los ahogados a beber, hablar y cantar. Algunos también bailan aprovechando las mareas. El cantinero, añadió la mujer, tiene la frente cubierta de moluscos.
Algunos meses después, la cantina era un lugar recurrente en las conversaciones en mitad del desierto. Nadie quería acabar allí al fondo, sentado entre pulpos y sardinas, bebiendo licor inevitablemente salado. Pero el calor, el sol, los kilómetros interminables, todos y cada uno de más de mil metros, te hacían añorar el frescor del océano, las olas que te acunan, la reseca que te lleva.
¿Hay que estar muerta para ir allí? preguntó una noche. Nadie le respondió porque nadie se tomó en serio su pregunta. ¿No os dais cuenta de que estamos todos un poco muertos? volvió a preguntar cuando se cansó de escuchar el silencio de los que compartían fuego con ella. Solo se sabe lo fría que es la noche en el desierto cuando pasas la noche en el desierto.
Hubo conversaciones previas, cuando el desierto, la cantina y las jaulas que vinieron después no formaban parte de plan alguno, en las que el tema de la muerte ya estuvo encima de la mesa. Sus compañeras de la universidad le decían que todo su gusto por la cultura occidental no era sino un gusto por la muerte. Si le gustaba la poesía de Jabès no era por la manera en la que sufría la alteridad o exponía la idea del extranjero sino por su gusto por la muerte. Si le gustaba el teatro de Ibsen no era por el sustrato anarquista de las historias sino por su gusto por la muerte. Si le gustaban los cuadro de Turner no era por el misterio de la tormenta entre los colores sino por su gusto por la muerte. Morbosa y snob, así era como la describían sus amigas de la universidad.
Lo que no querían entender es que todos estamos un poco muertos porque la vida es algo que se tiene que ir haciendo poco a poco, algo que nunca está completo del todo y si la vida no está completa del todo es porque algo de muerte siempre hay en juego.
No sabe cuánto de todo eso estuvo en la decisión de emprender el viaje. Algunas noches, cuando bebe un poco de más en la cantina, presume de que emprendió el viaje a Europa solo para estudiar a sus clásicos de primera mano. Y si alguien le pregunta por la persecución política o la sexual, hace como si todo el miedo pasado no hubiera existido. Como si todo el miedo presente no existiera.
Porque, bueno, tal vez no te persigan por tus ideas o tus amores al norte del Mediterráneo pero sí lo hacen por tu situación administrativa. Y si no les gustan los papeles con los que andas por la vida, te encierran en edificios bajo tierra porque la extranjera no merece ni la luz del sol. O si se la merece es solo a través de una ventana ridícula y siempre cerrada y siempre sucia.
Las semanas que pasó bajo tierra, en una celda del Centro de Internamiento para Extranjeros de Murcia, empleó tanto su mirada de desafío, la que aplacaba a los parroquianos de la cantina de las profundidades, que pensó que ya nunca más podría tener otra expresión en su cara. De hecho, notó el desconcierto en el hombre que la esperaba a las puertas del CIE cuando ella lo miró con ferocidad. La extranjera acaba por no saber cómo mirar.
Al rato, ya en el coche, atravesando la ciudad desierta, el hombre se atrevió a hablar: Nunca me imaginé que el día en que por fin se vaciaran los CIEs no fuera un día de celebración. Ella no respondió pero la expresión de su cara pudo relajarse por fin.
El hombre la dejó en un piso con otras extranjeras como ella. Aunque cada extranjera sea distinta a todas las demás. Hay tantas formas de extranjería como personas en el mundo, como gotas en el océano, granos de arena en el desierto o virus en la pandemia.
La habitación que le había tocado tenía una ventana grande. Una ventana por la que entraba la luz del sol a raudales y que se podía abrir. También se podía abrir la puerta de la habitación. Incluso la puerta de la calle. No se podía salir a la calle pero eso no le impidió que la abriera y se quedara ahí mirando al exterior, al millón de caminos que esperaban a ser recorridos.
Esa noche, cuando entró en la cantina de las profundidades, nadie la miró con malos ojos y ella no tuvo que emplear su mirada desafiante. Se acercó a la barra y le dijo al cantinero que la siguiente ronda corría de su cuenta. Alzó su vaso y propuso un brindis: Por las puertas abiertas, los CIEs cerrados y el millón de caminos.
Por la puertas abiertas, los CIEs cerrados y el millón de caminos, repitieron todos.
(Tras la declaración de alarma con motivo de la pandemia de la Covid-19, los Centros de Internamiento para Extranjeros fueron vaciados. Muchas de las personas allí encerradas fueron trasladadas a recursos residenciales de entidades sociales.)