Este artículo apareció originalmente en La Verdad del 11 de julio de 2024.
Este artículo propone algo poco habitual en los artículos que escribimos en esta sección: un ejercicio de ficción. Imaginemos que han pasado cuatro o cinco años y en nuestro país (y, por tanto, en la Región de Murcia) se ha liquidado la justicia social. Con ese punto de partida, vamos a suponer cómo serían las vidas de algunas personas.
Por ejemplo, María y José. María y José tienen carreras universitarias. Estudiaron gracias a las becas de educación. Ahora, tienen buenos trabajos y consideran que ganan lo suficiente. Han vivido toda su vida en un país con cierto grado de justicia social y algunas costumbres cuesta perderlas. Por lo tanto, no se han preparado para lo que viene. Tienen dos hijas. Cuando llegó el momento de que la primera de ellas estudiara, pudieron enviarla fuera de Murcia. Pero las universidades ya no eran públicas por lo que el gasto que tuvieron que enfrentar les consumió los ahorros y les llevó incluso a endeudarse. La segunda de sus hijas no pudo hacer una carrera. La relación entre nivel de estudios y nivel de vida es directamente proporcional, hasta un 65% de personas sin formación están en pobreza. Y así, al cabo de un tiempo, la hija mayor acabó viviendo mucho mejor que la hija menor. La desigualdad que campa a sus anchas en la sociedad de ese mundo que ahora imaginamos, se extendió al interior de la familia de María y José.
Otra historia que podemos imaginar es la de Patricia. Patricia se jubiló un par de años antes de que la justicia social fuera abolida. Había pasado casi toda su vida cuidando. Primero, a su padre con Parkinson. Luego a su esposa con cáncer. La suerte viene como viene. Como los cuidados no se consideran (ni en este mundo distópico que estamos imaginando ni en el actual) un trabajo y no cotizan, al jubilarse, le quedó una pensión no contributiva que completaba con otra de viudedad (su mujer había sido funcionaria pública). No le daba para lujos pero sí para vivir dignamente. Pero las pensiones desaparecieron con la justicia social. Patricia ha tenido que ponerse a trabajar a sus 72 años. Tiene las articulaciones destrozadas por la artrosis y el sueldo de camarera de pisos no le llega ni para pagar los analgésicos que necesita para calmar un poco el dolor que le provoca pasar horas y horas arreglando habitaciones y camas ajenas.
Tampoco le andan muy bien las cosas a Santiago. Santiago acabó de pagar su vivienda en 2020. El mundo se encerraba en casa y él celebraba hacerlo en una que por fin era totalmente de su propiedad. Cuando la pandemia desapareció de nuestras vidas, Santiago pensó que había llegado el momento de emprender. Un negoció le rondaba la cabeza desde hacía mucho tiempo y era ahora o nunca. Con su casa como aval, consiguió un préstamo del banco que le fue más que suficiente. Al comienzo, las cosas le fueron bastante bien. Pero la justicia social no tiene que ver solo con los valores que nos hacen humanos, también es pieza clave de un sistema que, sin ella, se derrumbaría. En la Región de Murcia, la pobreza actual es del 30,5%. Si no existieran transferencias del Estado, es decir, si no hubiera prestaciones por desempleo o pensiones, la pobreza ascendería al 50%. Y eso es lo que pasó después de que se acabara con la justicia social. Con una pobreza rampante en la Región de Murcia, el negocio de Santiago, una vez floreciente, cayó en picado. El cierre del negocio dejó a Santiago con una mano delante y otra detrás. Al poco, el banco ejecutó la hipoteca y lo desahució. Desde entonces, vive en la calle en una ciudad que no cuenta con un solo recurso no ya para detener desahucios o asegurar el derecho a la vivienda sino para atender mínimamente las necesidades de aseo, alimentación y refugio de las personas sin hogar.
Isabel es una profesional liberal de éxito. Cuando se quedó embarazada de su primera hija, se sintió embargada por una felicidad sin igual aunque tuvo claro todo el tiempo que sus prioridades eran dos: su carrera profesional y la maternidad. La escasa baja maternal que quiso tomarse corrió por su cuenta y riesgo. Por entonces, el padre de su hija todavía vivía con ella y asumió parte de los gastos. Su pareja, un día, decidió marcharse sin dar muchas explicaciones. Isabel es desde entonces madre soltera. No hay ningún tipo de ayudas para su situación. Ella no veía ningún problema en eso porque, en sus propias palabras, “cada cual debe ocuparse de lo suyo”. Sucede que a su hija, a los pocos años, le encontraron una enfermedad muy complicada que requiere de ingresos hospitalarios periódicos, medicación cara y alguna que otra cirugía. Isabel es una profesional de éxito pero su éxito no está siendo suficiente para pagar la factura médica de la enfermedad de su hija. En el hospital, privado como lo son todos desde que acabó la justicia social, le han dado un ultimátum: o paga las facturas que debe o no volverán a atender a su hija, ni aunque acuda por la puerta de urgencias.
La última historia de este ejercicio de ficción política y social vuelve a María y José y propone un nuevo salto temporal de cinco años. José ha enviudado en ese tiempo. Se apoderó de él una pena horrible de la que solo encontraba consuelo cuando le visitaban alguna de sus dos hijas. Este consuelo lo ha ido perdiendo poco a poco. La primera en marcharse fue la mayor de sus hijas. Ni la carrera ni el máster que tenía le sirvieron para encontrar un trabajo estable. Sin justicia social, las situaciones económicas, sociales y democráticas no dejan de degradarse. Tener estudios superiores ya no es garantía de nada y la desigualdad inicial entre las dos hermanas se convirtió poco a poco en una igualdad en la precariedad y la miseria. Hace ahora ya poco más de dos años, la hija mayor se marchó a Suecia. Allí, más mal que bien, consigue salir adelante. Hace poco, fue la pequeña la que decidió emigrar. Su idea era marcharse a París pero la ola anti justicia social se extiende por buena parte de Europa y en Francia las cosas no andan mucho mejor que aquí. Decidió entonces cruzar el Canal de la Mancha para llegar al Reino Unido. Viajaba en una embarcación precaria con unas veinte personas más. Todas se ahogaron después de un golpe de mar. Ahora, José piensa en lo pequeño que es el dolor que sintió cuando se quedó huérfano o cuando se quedó viudo comparado con el que siente desde que le comunicaron la noticia del naufragio. Es un dolor tan grande que no existe una palabra en castellano con la que nombrar al padre que pierde a una hija.
Todas estas historias, por cercanas o posibles que nos puedan parecer, son inventadas. Lo que no es ficticio es el riesgo que corre el actual estado de derecho en el que la justicia social sigue siendo un pilar fundamental de nuestra democracia y de nuestra convivencia. Entre las labores de las entidades del tercer sector de acción social está defender los derechos que hemos ido conquistando en las últimas décadas. Son la base desde la que conseguir más derechos para más personas. No debemos, por activa o por pasiva, consentir que el mundo distópico sin justicia social dibujado en este artículo se convierta en realidad.